Por Astrid Puentes Riaño, codirectora ejecutiva de AIDA, @astridpuentes
Cualquier tonto inteligente puede hacer cosas más grandes, más complejas y más violentas. Se necesita un toque de genialidad —y mucho coraje— para moverse en la dirección opuesta. (Albert Einstein)
La semana pasada y en el marco de la Semana Mundial del Agua, Estocolmo entregó como cada año el Premio del Agua. En esta ocasión, el galardonado fue el profesor John Briscoe “por su sin igual contribución al manejo global y local del agua”. Briscoe es uno de los mayores promotores de las grandes represas en el mundo. Ha sido asesor de diferentes gobiernos, director de la oficina en Brasil del Banco Mundial y Gerente de Agua de esa institución.
Al ser entrevistado sobre el premio, el ahora profesor de Harvard declaró estar sorprendido y dijo que se trata de “un reconocimiento a un grupo de personas que trabaja en manejo del agua” combinando investigación y aplicación de políticas públicas.
Confieso que, al igual que Briscoe, yo también recibí con sorpresa la noticia. Me sorprendió profundamente porque Estocolmo es una ciudad que se precia de ser sustentable. Es la capital de Suecia, un país que lleva más de 40 años sin construir una gran represa, cuyos cuatro ríos principales están protegidos, y que prohíbe mayores desarrollos.
Me sorprendió además que se premie al Sr. Briscoe pese a toda la evidencia científica y empírica que demuestra que las grandes represas no son un buen negocio, que causan graves daños ambientales y a las comunidades, cuyos costos superan los beneficios que brindan, y que contribuyen seriamente al cambio climático.
Aclaro que se no trata de algo personal contra el Sr. Briscoe. Es mas bien un asunto de coherencia. Me desconcierta que un galardón creado para honrar las contribuciones a la conservación y protección de los recursos de agua fresca y al mejoramiento del bienestar de las personas y ecosistemas, haya laureado precisamente la promoción de las grandes represas.
Me sorprende que tecnología y soluciones de energía del siglo pasado, cuya ineficiencia e inviabilidad económica se ha demostrado sistemáticamente, aún sea motivo de premios. Me preocupa además que como sociedad no hayamos aprendido la lección y estemos encaminados a seguir promoviendo masivamente este tipo de infraestructura.
En AIDA llevamos más de 10 años trabajando en casos de impactos por grandes represas. Asesoramos a comunidades afectadas y ayudamos a gobiernos e instituciones internacionales a identificar mejores soluciones. En 2009, publicamos el informe Grandes Represas en América: ¿peor el remedio que la enfermedad?, el cual demuestra, a partir de cinco estudios de caso en diferentes países, que en América Latina estos proyectos ignoran las normas nacionales e internacionales, destruyen el ambiente y violan derechos humanos.
Además, junto con colegas de Brasil, representamos a comunidades afectadas por la represa Belo Monte ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Es un caso triste, emblemático y una prueba sólida de lo que no debe hacerse para producir energía. Es la punta del iceberg de lo que ocurre en América Latina, donde cientos de represas —casi 100 solo en la Amazonía— están planeadas para los próximos años.
El Premio del Agua 2014 también me recordó el estudio de la Universidad de Oxford ¿Deberíamos seguir construyendo más grandes represas?, publicado en marzo. En él se analizan a profundidad 245 grandes represas construidas entre 1934 y 2007 en 65 países de los cinco continentes. Los investigadores concluyen que “incluso sin contabilizar los impactos negativos en la sociedad humana y el ambiente, los costos reales de las grandes represas son demasiado altos para brindar un retorno [de inversión] positivo”.
Este estudio demostró que el 96% de las grandes represas cuesta más de lo inicialmente presupuestado y que ocho de cada 10 de ellas superan el tiempo previsto de construcción. Los sobrecostos y las demoras se aplican sin importar el lugar del mundo donde se implementen, la entidad que las financia o cuándo se construyeron.
Es decir que, en 70 años de desarrollo de las represas analizadas, no hemos aprendido de los errores del pasado. Pero nunca es tarde y ahora es el momento perfecto.
Así lo ha demostrado otro gran gurú de la construcción de represas: el Sr. Thayer Scudder, con casi 60 años de carrera profesional. Tras haber sido un férreo defensor de los beneficios que en su criterio las grandes represas traen, en especial a las comunidades más pobres, Scudder cambió de opinión. A sus 84 años, reconoció que “las grandes represas no solo no valen lo que cuestan, sino que muchas de las que están en construcción ‘tendrían desastrosas consecuencias ambientales y socio-económicas’”. Así lo admitió hace poco según lo escrito por Jacques Leslie en su editorial del New York Times.
El giro de 180º de Scudder me lleva a otra de las conclusiones del estudio de Oxford: Una de las razones por las que los costos y tiempo de construcción de las grandes represas son subvalorados es el excesivo positivismo de quienes las planean.
Entiendo que las personas seamos positivas. Sin embargo, negar la realidad es otra cosa y premiar esa negación, supera los límites.
Así que felicito al Sr. Briscoe por un premio que sorprendió a más de uno. Lo hago solo con la esperanza de que este premio sea el comienzo del fin de las grandes represas. El galardón otorgado la semana pasada debería ser lo último que veamos en la promoción de las grandes represas.
Espero, por el contrario, que ahora y por fin tengamos la genialidad y el coraje de considerar las verdaderas oportunidades viables de energía que existen, aquellas que en el mediano y largo plazo son más baratas y que realmente podrían contribuir a solucionar las emergencias energéticas que enfrentamos. Que así sea para que el remedio no resulte peor que la enfermedad.