Por Paulo Ilich Bacca, asesor legal de AIDA
En su Ética a Nicómaco, Aristóteles plantea que cualquiera puede enfadarse y, que en efecto, es algo muy sencillo. Sin embargo, a decir del filósofo griego, “hacerlo con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”.
En lo que va del año, el Gobierno de Colombia no ha parado de mostrar su enojo sobre las implicaciones del derecho fundamental a la consulta previa que cobija a los pueblos indígenas y afrodescendientes. Un derecho humano —apelando a la terminología de los instrumentos internacionales sobre la materia ratificados por Colombia— se ha convertido de pronto en un “chantaje”, un “laberinto” y una “demora” según los términos empleados en los últimos meses por los Ministros/as de Minas y Energía, Federico Rengifo; de Agricultura, Juan Camilo Restrepo; y de Transporte, Cecilia Álvarez, respectivamente.
Los grados, momentos, propósitos y modos del disgusto expresado por quienes “califican” este derecho no han sido diligentes, adecuados, imparciales ni correctos. Por el contrario, desconocen los estándares del derecho a la consulta y rememoran políticas racistas.
Estos estándares, producidos en los mecanismos nacionales e internacionales de protección de los derechos humanos, han sido ingentes. Remito para su verificación a sendos informes del Relator Especial sobre la situación y libertades fundamentales de los pueblos indígenas, y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
En este texto, invocando la conocida frase según la cual “aquellos que no conocen la historia están condenados a repetirla”, explicaré las razones para sostener que el Gobierno colombiano está reproduciendo supuestos del discurso colonial y de los lastres latentes de su legado.
En la segunda mitad del siglo XX, la elaboración de la Carta de Naciones Unidas fue precedida por la ruina de las teorías que defendían la empresa colonial de las potencias europeas. La estructura de las normas de descolonización promovidas por el sistema internacional en ese periodo histórico ilustra tanto el ánimo de distanciarse del prototipo colonial como las resistencias que ese modelo impuso para garantizar su subsistencia: una de las más notables fue la negación de las formas indígenas de organización política y su carácter previo a cualquier forma de asociación posterior a la colonización europea.
El Convenio 107 sobre poblaciones indígenas y tribuales de la OIT (1957) incorporaba las características más notables del paradigma colonial. Su carácter lesivo y retardatario suscitó un debate en el marco del derecho internacional contemporáneo que impulsó, en 1986, a que la OIT convocara a una “Reunión de Expertos” que consideró necesario reparar y revisar los supuestos que sostenían al Convenio 107. En 1989, el cambio de perspectiva se concretó al elaborarse el Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, la primera norma internacional que garantiza los derechos de los pueblos indígenas.
En su Artículo 6, el Convenio 169 determina que el consentimiento indígena es un requisito sine qua non de las consultas llevadas a cabo en aplicación del instrumento. Con ello se pretendía suplir el derecho a la libre determinación, denegado en el Convenio 107. Tal equivalencia obliga a que las medidas susceptibles de afectar a dichos pueblos sean consultadas con sus instituciones representativas; a que la autonomía sea alcanzada cuando el Estado proporcione los recursos para tal fin; y a que, por tanto, no pueda tomarse una decisión sin su consentimiento previo.
Hoy el Convenio 169 se complementa con la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007 (DDPI), la cual es un desarrollo de las normas universales de derechos humanos, particularmente del extremo descolonizador de la Declaración de los Derechos Humanos y lo que le faltaba para tornarse ciertamente universal.
Sólo así se puede entender la identidad entre los axiomas contenidos en la DDPI y los principios de los pactos de derechos humanos más importantes. Por ejemplo, el derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación consagrado en el Artículo 3 de la DDPI no es más que la reformulación del Artículo 1 de los dos pactos internacionales de 1966. En esa lógica, el aparato normativo de la DDPI se inscribe en el marco general de normas internacionales vinculantes que se fundamentan en otros instrumentos y costumbres, independientemente de su inclusión en la carta de derechos de los pueblos indígenas.
La DDPI ha hecho una puntualización decisiva sobre el derecho de los pueblos indígenas a ser consultados previamente, estableciendo la obligación de alcanzar su “consentimiento libre, previo e informado”. Este estándar constituye jurisprudencia reiterada de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Constitucional de Colombia.
Puestos los textos de la historia en contexto y no propiamente para hacerle “más sencillo” el enfado al Gobierno de Colombia, considero que éste debería acompañar el peso de sus labores con altas dosis de ciencia y altísimas de conciencia.
En el primer ámbito, tiene a su disposición herramientas suficientes para hacer cumplir los derechos gracias al desarrollo producido en los mecanismos nacionales e internacionales de protección de los derechos humanos. En el segundo, los funcionarios del Gobierno que “califican” deberían hacer suya la admonición que hiciera el presidente Woodrow Wilson ante la anarquía europea de la primera Guerra Mundial, y que hoy utiliza el Relator Especial sobre la situación y las libertades fundamentales de los pueblos indígenas, James Anaya, en su ya clásico Los Pueblos Indígenas en el Derecho Internacional, para explicar su visión del derecho a la autodeterminación:
“No existe en ninguna parte algún derecho que permita pasar pueblos de un soberano a otro como si fueran objetos de propiedad”. Informe del Relator Especial sobre la situación y libertades fundamentales de los pueblos indígenas (2009)