Por María José Veramendi Villa, @MaJoVeramendi
En Perú, cada año mueren alrededor de 400 niños y niñas a causa del frío. Supe de esas dramáticas cifras hace unas semanas cuando leí una columna titulada Morir de indiferencia, escrita por la congresista Verónika Mendoza.
Me pregunté entonces con verdadera indignación: ¿Cómo es posible que los niños y niñas mueran de frío en un país que se vanagloria por sus riquezas mineras, su gran atractivo para la inversión extranjera, su potencial turístico y culinario, y por ser sede de eventos mundiales importantes como la Conferencia de Estados Parte de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático?
Además de la falta de voluntad política de nuestros gobernantes, preocupados más por lucir bien en las fotos de los grandes eventos, encontré la respuesta en una párrafo clave de la columna de Mendoza: “¿De dónde podría emanar esa voluntad política si a nadie conmueve, a nadie indigna que mueran esos niños, quizás porque suelen estar ‘lejos’, suelen ser campesinos, suelen hablar quechua o aymara?”
El 18 de julio de 2015, el gobierno emitió un Decreto Supremo para declarar Estado de Emergencia en algunos distritos y provincias del país debido a las heladas. El primer párrafo del decreto menciona que “todos los años y de manera recurrente, entre los meses de mayo a setiembre, se presentan en nuestro país fenómenos meteorológicos relacionados con bajas temperaturas, como son las heladas en nuestras zonas altoandinas, observándose en las últimas temporadas manifestaciones extremas de dichos fenómenos meteorológicos con temperaturas muy por debajo de los 0ºC…”.
Si los fenómenos climáticos ocurren cada año, ¿por qué no prevenir sus impactos?
En 2004, información del Tyndall Centre de la Universidad de Manchester dio cuenta que Perú es el tercer país más vulnerable a los efectos del cambio climático, la causa principal de fenómenos como las heladas cada vez más intensas.
La indiferencia en Perú no sólo se manifiesta en los niños y niñas que mueren de frío en comunidades alejadas, sino también La Oroya, ciudad ubicada a sólo 175 kilómetros de Lima. Allí y en un contexto de contaminación industrial extrema, la población, incluidos niños y niñas, sufre hace muchos años la violación de su derechos a la vida y a la salud.
El 11 de agosto pasado, un paro organizado por los trabajadores del Complejo Metalúrgico de La Oroya y el consecuente cierre de la carretera central, la vía más importante de acceso al centro del país, encendió las alarmas de la ciudad, pero no aquellas que nos deberían alertar cuando se sobrepasan los límites de contaminación, sino las de una demanda social largamente desatendida.
El Complejo Metalúrgico, propiedad de la empresa Doe Run Perú, está a la venta y en proceso de liquidación. De acuerdo con información hecha pública, ningún interesado presentó una oferta económica por considerar que los estándares ambientales peruanos son muy estrictos. En respuesta, los trabajadores tomaron la carretera exigiendo al Estado flexibilizar dichos estándares para que el complejo sea vendido y ellos conserven su fuente de trabajo.
Las medidas de protesta dejaron como saldo un muerto y más de 60 heridos. Fueron levantadas tras la firma de un acuerdo de cinco puntos, el cual no hace referencia a los derechos a la vida y la salud de la población de La Oroya.
En una ciudad que ha sido contaminada sin control durante más de 90 años, la empresa Doe Run Perú ha logrado prórrogas continuas para cumplir con sus obligaciones ambientales. En julio de 2015, obtuvo una nueva prórroga de 14 años para que el complejo cumpla con los estándares ambientales. Pero ¿qué pasa con la vida y la salud de las personas?
El Estado no ha hecho que los estándares ambientales se cumplan en La Oroya. Tampoco ha salvaguardado plenamente la salud de sus pobladores:
Los niños y niñas son más vulnerables al frío como lo son a los efectos de la contaminación industrial. Sin embargo, el Estado sólo interviene en su ayuda en momentos de crisis o cuando ya es demasiado tarde.
Suena a cliché, pero los niños y niñas son nuestra esperanza. ¡Hagámonos escuchar para que no mueran de frío y para que no los intoxiquen! De no hacerlo, seremos también víctimas de la enfermedad de la indiferencia.