Nací y crecí en Bogotá, la capital de Colombia. Desde niña, me acostumbré al caos formado por miles de carros y buses que lanzaban humo negro y cuyas bocinas no dejaban de sonar.
Ver fábricas con grandes chimeneas y sentir malos olores era algo normal. Pensaba que todas las ciudades debían ser así, que la naturaleza y el aire limpio estaban lejos de donde vivía.
También me acostumbré a tener malestares: dolor de cabeza, irritación en la piel, los ojos y la garganta, así como tos y rinitis. No me preguntaba de dónde venían esas molestias, llamadas entonces “alergias al ambiente”, que mis hermanas y yo sentíamos todo el tiempo.
La contaminación me impedía realizar muchas actividades al aire libre. Caminar o moverme en bicicleta, por ejemplo, no eran buena opción porque mis pulmones eran presa de todo el hollín que buses y carros expulsaban. Había días en los que tenía que salir a la calle con tapabocas y en los que no era recomendable realizar actividades físicas afuera por el alto grado de contaminación en el aire.
Al crecer, me di cuenta que las alergias al ambiente no eran normales y que, al contrario, son la consecuencia de respirar constantemente carbono negro, ozono, dióxido de azufre y otros elementos contaminantes que fábricas, buses y autos emiten diariamente a la atmósfera.
Supe que el aire contaminando provoca múltiples daños a la calidad de vida y a la salud de las personas, siendo los más vulnerables los niños y niñas, y las personas de la tercera edad.
Según la Organización Mundial de la Salud, millones de personas mueren cada año debido a enfermedades relacionadas con la contaminación atmosférica.
En América Latina, la contaminación del aire es el principal riesgo ambiental para la salud, y causa más de 150 mil muertes prematuras por año. Ciudades como Monterrey (México), Ciudad de México, Cochabamba (Bolivia), Santiago de Chile, Lima (Perú), Medellín (Colombia), San Salvador (El Salvador) y Bogotá, tienen los niveles más altos de contaminación en la región.
En un escenario donde las ciudades crecen sin control, así como la población y el número de automóviles y fábricas, me preocupa el futuro de mi familia. No quiero que el aire que nos rodea termine afectando nuestra salud.
Mi esposo, que no es de Bogotá, se mudó para estar conmigo. Un año después, comenzó a sufrir de asma. Y mi hija, cuando tenía dos meses de vida, tuvo una enfermedad respiratoria que la mantuvo en cuidados intensivos por varios días. La causa de ambas enfermedades: la mala calidad del aire en la ciudad.
Las ciudades son los ecosistemas donde la mayoría de las personas vive. Aunque no son bosques prístinos llenos de árboles y agua, deberían brindar a las personas las condiciones mínimas para una vida digna y con buena salud.
Por eso AIDA trabaja para mejorar la calidad del aire en países de América Latina, abogando por la protección de niños, niñas y otras poblaciones especialmente vulnerables a la contaminación atmosférica.
Estamos generando conciencia entre los responsables de políticas públicas sobre la importancia de controlar la emisión de contaminantes climáticos de vida corta, llamados así porque permanecen en la atmósfera un tiempo relativamente corto, desde unos pocos días hasta unas cuantas décadas, a diferencia del dióxido de carbono, que puede permanecer siglos.
Entre ellos están el hollín (carbono negro) y el gas metano. Estos contaminantes contribuyen de gran manera al cambio climático, degradan la calidad del aire y tienen impactos graves en la seguridad alimentaria y en la salud humana. Su mitigación efectiva podría generar un avance significativo en la lucha a corto plazo para combatir el cambio climático y generar un aire más limpio.
Buscaremos además apoyar, desde nuestra experiencia en derecho internacional, a que exista una mejor regulación de estos contaminantes en América Latina.
Respirar aire limpio es la necesidad más básica para sobrevivir y no debería ser un lujo.