Por Florencia Ortúzar, abogada de AIDA
Recuerdo claramente mi primer "pánico ambiental". Fue a mediados de los 80 cuando de pronto fue noticia irrefutable que la capa de ozono, esa que nos protegía de los intensos rayos del sol, tenía un agujero a causa de ciertas sustancias que los humanos tirábamos a la atmósfera. Por el uso de clorofluorocarburos (CFC) para producir refrigerantes, disolventes y aerosoles, había que temerle al sol a riesgo de sufrir cáncer de piel y otros males.
Por primera vez el mundo se vio aludido por un problema ambiental común. La Organización de las Naciones Unidas intervino y, en 1985, se realizó la Convención de Viena, la cual derivó en el Protocolo de Montreal, firmado en 1987 y que comenzó a regir en 1989.
Más de veinte años después, el Protocolo de Montreal es considerado un ejemplo excepcional de cooperación internacional. Gracias a los compromisos que resultaron del mismo, la capa de ozono podría recuperarse del todo en 2050. Esta buena noticia fue difundida hace un mes durante el Día Internacional de la Preservación de la Capa de Ozono, y certificada con una investigación avalada por la Organización Mundial de la Meteorología y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
Inevitablemente, el éxito del Protocolo de Montreal nos hace preguntarnos por el fracaso del Protocolo de Kioto, considerando que ambos tienen mucho en común. Fueron diseñados para enfrentar los dos desafíos ambientales más significativos por los que ha pasado la humanidad (el agotamiento de la capa de ozono y el calentamiento climático). Derivan de riesgos globales creados por diferentes naciones que deben abordarse mediante acuerdos internacionales. Y ambos elevan cuestiones sobre equidad internacional e intergeneracional: los países más afectados no son los que más han contribuido al problema; y mientras las futuras generaciones son las grandes afectadas, las actuales nos hemos beneficiado de las actividades que han generado el problema.
Sin embargo, los resultados obtenidos por los dos acuerdos han sido dispares. El Protocolo de Montreal fue ratificado y cumplido por casi todas las naciones del mundo y está dando resultados. No ocurre así con el de Kioto, donde los mayores responsables no están siendo obligados a cumplir y donde el problema que se buscaba afrontar ha empeorado.
Para Cass R. Sunstein, autora de un artículo que analiza las diferencias entre ambos tratados, el punto clave está en los costos y beneficios para los actores que tienen la capacidad de marcar la diferencia. Tomemos el caso de Estados Unidos, actor clave para ambos tratados. Para Montreal, su acción unilateral le convenía. Por ello se esforzó en reducir emisiones y aportó tecnología para que otros países le siguieran. Para Kioto, no solo no aportó, sino que está obstaculizándolo. Y es que no es de los países más afectados por el cambio climático, pero sí tendría que asumir costos altos por hacerse cargo del problema.
Algo similar ocurre con China, uno de los mayores generadores de gases de efecto invernadero (GEI). Tampoco es de los más afectados por el cambio climático y no ha sido obligado a reducir emisiones al no ser considerado país desarrollado. Los países de África, por otro lado, tienen mucho que perder con el cambio climático y mucho que ganar con su correcto abordaje. Pero no pueden hacer mucho porque no son grandes emisores y porque no tienen la capacidad para mitigar emisiones de forma importante.
Entonces resulta que los países que más aportan al problema y tienen más capacidad para solucionarlo, tienen poco que perder con éste y, por tanto, menos incentivos para asumir en los costos de actuar; y los que menos aportan al problema y son incapaces de marcar alguna diferencia, son los más afectados por el mismo y los que más ganarían con una pronta solución.
Un efecto colateral del éxito de Montreal tiene que ver con los llamados hidrofluorocarbonos (HFC), los cuales han entrado al mercado con firmeza en reemplazo paulatino de los CFC.
Aunque los HFC no dañan la capa de ozono, sí calientan la atmósfera y con una intensidad mucho más potente que la del CO2. Los HFC son uno de los cuatro gases considerados Contaminantes Climáticos de Vida Corta (CCVC), agentes atmosféricos que contribuyen al cambio climático y que permanecen poco tiempo en la atmósfera una vez emitidos (a diferencia del CO2 que puede durar milenios). Revisa aquí un post anterior acerca de estos contaminantes.
Según un informe del PNUMA, los HFC representan actualmente solo una pequeña fracción de los GEI, pero son fuente de preocupación porque se prevé que sus emisiones aumentarán significativamente si no se toman acciones para evitarlo.
Afortunadamente, ya existen substitutos que no dañan la capa de ozono ni calientan la atmósfera. Se producen y usan efectivamente en varios países.
En 2015 se realizará la Conferencia de las Partes (COP) sobre Cambio Climático en París, donde se espera diseñar un nuevo acuerdo climático que aborde con éxito la reducción de los GEI. Si bien el desafío es más difícil de lo que fue solucionar el problema de la capa de ozono en los 80, ello solo debería incentivarnos a esforzarnos más.
Es cierto que no podemos replicar la historia de Montreal porque la esencia del problema es dispar, pero sí podemos unirnos nuevamente como humanidad para diseñar algo que funcione, aprovechando todos los avances tecnológicos y la amplia creatividad de nuestra especie. Considerando las lecciones aprendidas en Montreal, una de las claves del éxito es lograr un protocolo para reducir GEI que replique una cuestión fundamental: sus adherentes deben tener razones para creer que ganarán más de lo que perderán con su cumplimiento.