Amor por la naturaleza, una lección de padre a hija | Interamerican Association for Environmental Defense (AIDA) Skip to content Skip to navigation
19 de Junio de 2016

En ocasión del Día del Padre, quiero compartir la visión de mi hija Constanza sobre su papá. En AIDA celebramos a todos los papás que inculcan en sus hijos un profundo amor por la naturaleza. Compartimos su deseo de heredar a todos los niños y niñas un planeta sano y en el que exista justicia ambiental. Celebramos también a todos los abogados, como los que integran  nuestro equipo, que luchan a diario por defender el ambiente y los derechos humanos. Creemos firmemente que el amor hacia nuestro entorno natural empieza desde la cuna.

Tenía escasamente un año cuando mi papá me llevó a uno de los lugares más mágicos del planeta: el Parque Nacional Yellowstone, en Estados Unidos, la primera área natural protegida declarada como tal en el mundo. Mi infancia ha estado rodeada desde entonces de naturaleza y de los seres únicos que la conforman. Cuando me preguntan en la escuela a qué se dedica mi papá, les cuento con mucho orgullo que es defensor del planeta.

En su oficina, las paredes están repletas de fotografías de animales. Mi preferida es la del tiburón blanco, la que tomó en un lugar llamado Isla Guadalupe, a donde me llevará cuando sea más grande. Cada noche elijo un libro sobre tiburones para leerlo antes de dormir. Ya conozco los nombres de la mayoría de las especies de tiburón y sé lo que debo hacer para protegerlos.

Mi papá Fernando dice que ser abogado ambientalista es a veces muy difícil porque tiene que luchar contra personas que hacen cosas que destruyen el planeta. Los abogados —me explica— tienen que estudiar mucho, conocer muchas leyes y usar mucho su cerebro para encontrar la manera de evitar daños al ambiente y a las personas.

Y mi mamá conoce a muchos abogados y abogadas que hacen lo mismo que mi papá. Trabaja con ellos en una organización que se llama como ella: AIDA. Ella ayuda a que otras personas sepan lo que la organización hace y la apoyen para seguir defendiendo la naturaleza.

Travesías de ensueño

No estoy segura si mis recuerdos de Yellowstone son reales o si están entremezclados con fotografías y anécdotas que me cuentan. Recuerdo por ejemplo ver una enorme manada de búfalos por la ventana del auto. Estaban tan cerca que podía olerlos. Recuerdo también observar la espera paciente de mi papá por capturar con su cámara el momento perfecto de una manada de lobos iguales al del tatuaje en su brazo.

Vienen a mi memoria el olor del bosque, el sonido tan chistoso que hacían las ardillas y lo fantástico que fue descubrir debajo de la corteza de los árboles mundos enteros, ajenos a nuestra mirada de gigantes. Entre otras cosas, en ese viaje aprendí a trepar a los árboles y a lanzar piedras, habilidades muy importantes para cualquier niña en crecimiento.

Me acuerdo además de una mamá osa, que junto con sus dos oseznos, cruzaron la carretera justo frente a nosotros y ante la sonrisa imborrable de todos los automovilistas, quienes esperaron con paciencia y respeto el paso de los animales.

Mi papá esperó que creciera un poco más para llevarme a conocer a unos gigantes de los que ya me había hablado mucho: las ballenas grises. Condujo por muchas horas. En el camino nos detuvimos a caminar entre cactus que crecían enormes entre las rocas. Hacía mucho calor y mi papá me contaba de los animales que vivían ahí en el desierto. Al llegar a nuestro destino, nos subimos a una pequeña embarcación. Todos gritamos emocionados cuando una ballena se acercó y jugó con nosotros como si estuviéramos en un barquito de juguete. Mi papá me detenía en sus brazos mientras yo me estiraba para tocarla. Su piel se sentía acolchonada, como esos castillos inflables en los que me gusta saltar. No me gustó que la ballena me soplara en la cara: ¡Olía a pescado!

Conviviendo con la naturaleza

Aunque mi papá creció en la ciudad de México, una de las más grandes y pobladas del mundo, mis padres eligieron un lugar mucho más tranquilo para vivir en la península de Baja California.

La vista al mar deleita cada amanecer. Respiramos aire limpio. Por las mañanas, mi papá me lleva a la escuela por un camino de tierra. En el trayecto saludo a un caballo color miel que siempre descansa bajo un árbol. En la escuela tenemos gallinas y conejillos de Indias. Hacemos composta, sembramos vegetales y corremos entre árboles y cantos de aves. Es muy divertido.

Cuando mi papá viaja, lo extraño mucho, pero me alegra saber que está salvando ballenas, delfines y una que otra tortuga. “Salva muchos delfines”, le digo cuando hablamos por teléfono. 

Lo imagino como un súper héroe que navega en mares lejanos para rescatar a esos animales atrapados en las redes que algunos pescadores olvidan, o que mueren al comer plásticos que confunden con comida. No me gusta que maten animales.

Creo que cuando sea grande seré veterinaria o tal vez abogada como él. Así podré defender a osos, tiburones, árboles y ríos; o a niños y niñas que han perdido su casa por inundaciones, o que no tienen agua limpia para beber. Ahora que cumpla cinco años, quiero que mi pastel sea de animales en peligro de extinción, ¡mejor de reptiles!

De Yellowstone tengo recuerdos imborrables y muchas fotografías, pero el mejor recuerdo, ése que a él le inunda la cara de felicidad, es que en ese viaje aprendí a decir “papá”.

Sobre el Autor

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Aída Navarro Barnetche

Aída Navarro radica en Ensenada, Baja California, México. Apoya los esfuerzos de AIDA en recursos humanos. Mexicana de nacimiento, Aída tiene amplia experiencia en la coordinación de proyectos de conservación en la Península de Baja California desde 2002, incluyendo proyectos de alcance internacional y campañas en medios para promover la conservación marina. Tiene una Licenciatura en Comercio Internacional del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, y una Maestría en Medio Ambiente y Desarrollo de la Universidad de East Anglia.

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