Por Sofía García, pasante de AIDA, y Johans Isaza, expasante
Las prácticas de alimentación sana y los cuestionamientos sobre la calidad de los alimentos que consumimos diariamente han cobrado relevancia en las últimas décadas. Actualmente, existen preocupaciones respecto de los procesos para la producción de alimentos, generalmente centralizados y a gran escala, y sus efectos en el deterioro ambiental y en la salud pública.
En ese contexto, organizaciones ambientales, comunidades étnicas, el movimiento campesino, organismos internacionales y algunos gobiernos han evidenciado la necesidad de transitar hacia un modelo agroecológico.
Ese cambio implica desarrollar prácticas agrícolas sostenibles para optimizar la producción de alimentos sin el uso de agrotóxicos, así como promover la justicia social y reconocer los saberes ancestrales y las prácticas tradicionales.
En las últimas semanas, el debate en torno al glifosato, el agrotóxico más usado en el mundo, ha recobrado protagonismo en la opinión pública en países como México y Colombia.
El glifosato es usado con mayor frecuencia e intensidad en el cultivo de alimentos genéticamente modificados debido a la resistencia de estos a la aplicación del herbicida. En México, aproximadamente el 45% de los sembradíos de soya, maíz, canola y algodón transgénicos concentran el uso de glifosato. El resto va a la siembra de caña de azúcar y a la silvicultura o fruticultura. En Colombia, el glifosato es usado mayoritariamente en plantaciones de algodón, maíz, arroz, tomate, caña de azúcar y palma, así como en la ganadería (en los potreros). Además, en ese país, el glifosato ha sido empleado dentro de la política de control antidrogas para erradicar cultivos de uso ilícito. Hasta 2013, menos del 5% del total de glifosato era destinado a ese fin.
Al ser un herbicida no selectivo, este producto no sólo afecta al cultivo al cual va dirigido, sino que también tiende a impactar en el ecosistema al ser retenido por las capas más superficiales del suelo, desequilibrando los ecosistemas y dañando su salud, así como la de las plantas y animales que dependen de ellos.
Además, el uso de glifosato puede afectar la biodiversidad de distintas maneras y tener efectos a corto y largo plazo, tanto directos como indirectos. Su empleo genera afectaciones en los acuíferos, lo que conlleva daños a organismos acuáticos. De igual forma, el glifosato puede generar afectaciones a la flora y fauna, llegando incluso a ser mortífero para algunas especies de anfibios. También puede generar malformaciones biológicas en animales como las ratas y reducir la absorción de nutrientes en las plantas, aumentando su propensión a enfermar o la proliferación de plagas. Finalmente, el uso de este agrotóxico afecta los procesos de polinización, actividad esencial para la vida en el planeta.
Por otro lado, no podemos dejar de mencionar los graves daños sociales asociados al uso de glifosato, el cual no solo se filtra a cuerpos de agua, sino que también está presente en los alimentos que consumimos diariamente. Desde 2015, la Organización Mundial de la Salud clasificó al glifosato en el segundo nivel de peligrosidad de evaluación cancerígena (en una escala de cuatro niveles), es decir, que es un producto con alta posibilidad cancerígena. Asimismo, diversos estudios han demostrado que el glifosato puede irritar los ojos y la piel, dañar el sistema respiratorio a nivel pulmonar, generar mareos, disminuir la presión sanguínea y destruir glóbulos rojos. Por lo anterior, es posible afirmar que existe evidencia sobre cómo el glifosato genera graves daños a la salud humana.
Los impactos negativos derivados del uso del glifosato pueden resultar a su vez en la violación de diversos derechos humanos. Entre ellos están el derecho al ambiente sano, al agua, a la salud, a la vida y a la integridad. Y su empleo en territorios indígenas o campesinos, puede vulnerar los derechos a la identidad cultural y al territorio.
Si bien existe evidencia sobre los impactos negativos al ambiente y a la salud por el uso de glifosato, la misma no es irrefutable. Ello quiere decir que no hay certeza científica sobre cómo sus efectos en el ambiente dañan la salud humana y el bienestar de los seres vivos. Tampoco hay certeza de que el herbicida sea inofensivo.
Pese a ello, los impactos descritos son razones suficientes para aplicar el principio precautorio o de precaución. Según este, en casos de peligro de daño grave e irreversible y a falta de certeza científica, los Estados tienen la obligación de adoptar las medidas necesarias y eficaces para impedir la degradación del ambiente. En ese sentido, no existe justificación para que se postergue las medidas necesarias para mitigar el deterioro ambiental generado por el uso del glifosato, hasta que se demuestre con absoluta certeza científica que el glifosato no es nocivo.
Las discusiones actuales en México y Colombia ponen de relieve la urgencia de promover una reflexión sobre las formas de producir alimentos para transitar paulatinamente hacia un modelo agroecológico. La aplicación de este paradigma busca el bienestar y el florecimiento de la vida desde un enfoque ecocéntrico que abandone el uso de agrotóxicos, como el glifosato, y que promueva la producción limpia de alimentos.
Incorporando un enfoque multidisciplinario ligado al entorno natural y social, la agroecología se centra en una producción sostenible y en el reconocimiento de saberes ancestrales, considerados hoy como no convencionales. Para ello, es fundamental una regulación que proteja y asegure el retorno de semillas nativas, la eliminación paulatina de tecnologías agroindustriales y el regreso del uso de plaguicidas naturales, así como la creación e implementación de políticas públicas respetuosas del ambiente y de los y las campesinas.
Esta transición debe tener una perspectiva intercultural, traducida en un diálogo de saberes entre campesinos, indígenas y científicos para buscar la sostenibilidad. Ello contribuiría a lograr una mejor coexistencia con las otras formas de vida y a garantizar un planeta sano para las generaciones presentes y futuras.