Cuando tenía tres años, arrojé piedras a un panal hasta que el enjambre enfurecido me atacó. Es uno de mis primeros recuerdos y, pese a lo doloroso que fue, no guardé ningún resentimiento hacia las abejas, avispas ni abejorros.
Fue mi culpa, me explicó mi madre. Ellas sólo se defendieron. Me habló de su aguijón, de la abeja reina y de la miel que producen. Me dijo que se alimentan del polen y néctar de las flores, lo que alguien de tres años puede entender. Con el tiempo, aprendes que de la polinización depende la reproducción de muchas plantas, como el café, las manzanas y el algodón.
Entonces, hace 25 años, las abejas no parecían estar en ningún peligro. Donde vivía, en un pequeño poblado de Veracruz, las hallaba por todos lados.
Luego me mudé a la Ciudad de México, donde las abejas eran “denunciadas” ante Protección Civil, que llamaba a los bomberos para matarlas.
Para evitar que atacaran, se les hacía la vida difícil en los parques: los árboles eran rociados con químicos y pesticidas, al igual que las flores, y los lugares donde encontraban agua para hidratarse fueron desapareciendo. La situación se extendió a los campos de cultivo de todo el planeta. Ahora es raro encontrarse abejas, abejorros y avispas merodeando.
Las primeras alertas datan de 2006, cuando apicultores y agricultores en Estados Unidos reportaron la pérdida del 70% de sus colmenas en el invierno. El promedio de pérdidas era del 15%. Pero el declive de las poblaciones de abejas no sólo sucedía en Iowa ni durante esa época. Varios países europeos también reportaban pérdidas desde inicios de siglo. Según un informe de la Unión Europea publicado en 2014, la región pierde un tercio de su población de abejas cada año.
De América Latina, tenemos pocos datos regionales. Los esfuerzos por monitorear las poblaciones apenas inician. Sabemos que apicultores en México han reportado la pérdida del 30 al 80% de sus colmenas. Chile reporta casi la mitad de pérdidas en invierno, porcentaje que antes era del 15 al 20%. El colectivo Abejas Vivas ha contabilizado la desaparición de más de diez mil colmenas en Colombia. Y hay regiones de Argentina que reportan casi el 90% de muertes repentinas de colmenas.
El 75% de la producción alimentaria depende en algún grado de los polinizadores, vertebrados e invertebrados, y eso incluye a las abejas.
La FAO ha pedido a los países adoptar políticas y sistemas alimentarios más favorables con los polinizadores. “No podemos seguir centrándonos en aumentar la producción y la productividad con base al uso generalizado de plaguicidas y productos químicos que amenazan los cultivos y a los polinizadores”, advirtió José Graziano da Silva, director general del organismo.
La muerte masiva y espontánea de abejas –conocida como Síndrome del Colapso de Colmena— es resultado de varios factores: el clima que cada vez es más inestable y extremo, el aumento del uso de pesticidas y fungicidas, los parásitos (varroa destructor) y el deterioro de ecosistemas de los que las abejas se alimentan. Cada uno de esos factores provoca estrés en las abejas y actúa sobre ellas al mismo tiempo. Según un artículo publicado en la revista Science, “la exposición a los químicos y la falta de alimento puede perjudicar su sistema inmune, haciéndolas más susceptibles a los parásitos”.
En abril, la Unión Europea prohibió el uso de tres insecticidas neonicotinoides, muy comunes para cultivos de maíz, algodón y girasol. Una de las razones es que esos pesticidas representan un riesgo para las abejas, no sólo las melíferas (las productoras de miel), también las silvestres, otros insectos y, según el grado de exposición, para animales más grandes. Por supuesto que la prohibición, resultado de un dictamen de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria, no ha sido del agrado de las empresas productoras de pesticidas, pero el objetivo de la Unión Europea es clave: garantizar la producción de alimentos.
En Estados Unidos, pese a que la Agencia de Protección Ambiental (EPA) ha llamado a proteger a los polinizadores, el gobierno actual revirtió la prohibición de neonicotinoides en refugios naturales, establecida por la administración anterior
Mientras la ciencia trabaja aceleradamente para explicar por completo la muerte masiva de abejas, éstas siguen muriendo, lo que pone en peligro nuestra seguridad alimentaria.
Muchos estudios están enfocados en las abejas melíferas, cuyas colmenas son más fáciles de contar. Pero hay alrededor de 20,000 especies de polinizadores, que incluyen abejas no domesticadas, avispas, abejorros y otros insectos y vertebrados como aves y murciélagos.
Hay pocos estudios acerca del impacto de los pesticidas, cambios de suelo y variaciones climáticas en las poblaciones de polinizadores silvestres, pero se teme que también estén en riesgo. Algunas plantas dependen únicamente de ciertos polinizadores, como ciertos tipos de orquídeas, el cacao (chocolate), el café y el agave (tequilero).
Por eso tenemos que hablar de las abejas y de los otros animales gracias a los cuales tenemos frutas, verduras y cereales.
La ausencia o escasez de estas especies significa un daño a la economía de los pequeños productores y una baja producción de alimentos afectará sobre todo a las poblaciones más vulnerables.
Hace 25 años, mi madre plantaba flores y decía que eso atraía a las abejas y garantizaba que siempre hubiera flores.
Pero además de sembrar plantas amigables con los polinizadores locales, debemos presionar para que la producción de alimentos sea respetuosa con el entorno natural del que depende.
Al final, aunque lo que está matando a las abejas es “multifactorial”, la actividad humana es la única causa detrás.