Por Tayná Lemos y Marcella Ribeiro
En Brasil, pese a la letalidad de la COVID-19 —del 3,08% y con más de 124 mil muertes hasta el 3 de septiembre—, las grandes ciudades avanzan en sus planes de reapertura con Río de Janeiro llenando los bares y São Paulo, los restaurantes.
La reapertura de bares y restaurantes durante el auge de la pandemia encuentra explicación en el hecho de que la pandemia afecta de forma diferente a personas de distintos niveles socioeconómicos y razas.
Un estudio del Núcleo de Operaciones e Inteligencia en Salud (NOIS), iniciativa de la que participan varias universidades del país, dio cuenta que una persona de raza negra y sin escolaridad tiene cuatro veces más posibilidades de morir por el nuevo coronavirus en Brasil que una persona de raza blanca con enseñanza superior.
Con base en información de casos hasta mayo, el estudio muestra además que la tasa de mortalidad entre la población de raza blanca es de alrededor del 38 %, mientras que, entre las personas de raza negra, es de casi el 55 %. “La tasa de mortalidad en Brasil es influenciada por las desigualdades en el acceso al tratamiento”, afirmó a la agencia EFE el coordinador del NOIS y uno de los autores del estudio, Silvio Hamacher.
Dolorosamente, esta tendencia se repite en otros países como Estados Unidos y el Reino Unido. Ello resalta que uno de los factores detrás de la alta tasa de mortalidad de la COVID-19 es el racismo ambiental, fenómeno en el que las consecuencias negativas y no previstas de actividades económicas se distribuyen de manera desigual.
El término racismo ambiental fue acuñado en Estados Unidos por el investigador Benjamin Chavis luego de observar que la contaminación química de las industrias era vertida sólo en los barrios negros. “El racismo ambiental es la discriminación racial en las políticas ambientales. Es la discriminación racial en la elección deliberada de las comunidades negras para depositar residuos tóxicos e instalar industrias contaminantes”, dijo Chavis.
Si bien toda actividad genera algún impacto ambiental, los territorios elegidos para llevarlas a cabo son usualmente regiones ubicadas en las afueras de la ciudad, habitadas por comunidades tradicionales o periféricas.
En Brasil, el racismo ambiental afecta tanto a comunidades urbanas periféricas como a comunidades rurales tradicionales. Y, al igual que en Estados Unidos, una de sus facetas es la contaminación desproporcionada que sufren esas minorías, en comparación con la clase media blanca. Se trata de la contaminación del aire y del agua con agentes tóxicos, metales pesados, pesticidas, químicos, plásticos, etc.
En su informe de 2019, el entonces Relator Especial de la ONU sobre las consecuencias para los derechos humanos de la gestión ambientalmente racional y la eliminación de desechos y sustancias tóxicas, Baskut Tuncak, advirtió que existe una pandemia silenciosa de enfermedades e incapacidades resultantes de la acumulación de sustancias tóxicas en nuestros cuerpos. En 2020, después de su visita al país, dijo que existe una conexión entre la contaminación ambiental y la mortalidad del nuevo coronavirus, y que menos personas morirían en Brasil si hubiera políticas ambientales y de salud pública más estrictas.
“Hay sinergias entre la exposición a la contaminación y la exposición a la COVID-19. Las sustancias tóxicas en el ambiente contribuyen a la elevada tasa de mortalidad en Brasil”, afirmó Tuncak. Las condiciones de salud subyacentes que agravan la pandemia no son “mala suerte”, sino en gran parte “los impactos de las sustancias tóxicas en el aire que respiramos, el agua que bebemos, los alimentos que comemos, los juguetes que damos a nuestros hijos y los lugares donde trabajamos”.
Así, Tuncak confirmó que las personas más vulnerables ante la pandemia son las poblaciones urbanas pobres y las comunidades tradicionales e indígenas porque también son las más afectadas por los problemas ambientales y de salud pública. Esto da lugar a la hipervulnerabilidad.
Un ejemplo de esa situación es la de los 17 quilombos (asentamientos afrodescendientes) del municipio de Salvaterra, en el estado de Pará, donde viven alrededor de 7.000 personas. Hace 20 años, allí se instaló un vertedero abierto sin haber consultado con las familias. Niños, niñas, personas adultas y adultos mayores fueron obligados a convivir con la basura doméstica, residuos tóxicos y hospitalarios, entre otros desperdicios. Su vulnerabilidad aumentó con la pandemia.
A pesar del tamaño del país, no existen vacíos territoriales en Brasil. Cuando se instala una industria, un vertedero, un monocultivo, una hidroeléctrica, una mina o una central nuclear, una comunidad históricamente olvidada se ve impactada. Los daños invisibles de la contaminación causada por esas actividades son difíciles de probar, pero afectan profundamente la salud y la calidad de vida de personas que ya son extremadamente vulnerables.
Otro ejemplo es el de la comunidad indígena Tey Jusu, que en abril de 2015 recibió una lluvia de agrotóxicos vertidos por un avión sobre un monocultivo de maíz. La fumigación intoxicó a personas de la comunidad, dañando su salud. Lamentablemente, la ingestión directa de plaguicidas por miembros de comunidades que viven cerca de plantaciones de monocultivos es una realidad recurrente. Aún peor es que el gobierno actual autorizara 118 nuevos agroquímicos durante la pandemia, que se suman a los 474 aprobados en 2019 y a otros 32 lanzados en los primeros meses de 2020.
Estos plaguicidas causan varias enfermedades, pero todavía no es posible determinar las consecuencias exactas en el organismo humano y mucho menos las de su interacción con otras sustancias tóxicas o con otras enfermedades como la COVID-19.
Según un análisis del Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Amazonia Brasileña y del Instituto de Investigación Amazónica, la tasa de mortalidad por la pandemia entre los indígenas de la Amazonía legal es 150% superior a la media nacional. Por otra parte, la tasa de infección por COVID-19 entre esa población es un 84% más alta que el promedio en Brasil. Esto se debe a varios factores históricos como la falta de puestos de salud, la distancia de los hospitales, la ausencia de cualquier tipo de ayuda del gobierno federal, la invasión de tierras y la degradación ambiental.
De hecho, una de las mayores amenazas para las comunidades indígenas de Brasil es la invasión de sus tierras por mineros ilegales, lo que provoca, entre otras violaciones de derechos humanos, la contaminación del agua por mercurio. El año pasado, un estudio de la Fundación Oswaldo Cruz determinó que el 56% de los indígenas Yanomami tenían concentraciones de mercurio superiores al límite establecido por la Organización Mundial de la Salud, lo que implica graves daños a la salud.
En este sentido, el racismo ambiental es un término que expone una separación histórica entre los que cosechan los frutos del crecimiento económico y los que enferman y mueren debido a las consecuencias ambientales de ese mismo crecimiento económico.
El conjunto de daños sistemáticos a la salud de estas comunidades vulnerables las hace especialmente susceptibles a los peores efectos de la COVID-19.
Por tanto, al hablar de la pandemia y hacerle frente es esencial saber que no llega a todas las personas de la misma manera, que pone a las comunidades tradicionales en peligro de exterminio y que las cuestiones ambientales son una cuestión de salud pública.
Para superar la crisis sanitaria global, necesitamos llevar el racismo al centro del debate.