El agua es poderosa. Lo es tanto que la sola idea de no contar con ella en nuestra vida diaria nos perturba.
Aun así, la damos por sentado. Creemos que seguirá fluyendo indefinidamente sin que tengamos que hacer nada para garantizar su presencia.
Pero la realidad nos golpea cada vez más duro y con más frecuencia para mostrar lo equivocados que estamos.
En 2016, Bolivia sufrió su peor sequía en 25 años. La escasez de agua potable afectó a cinco de los nueve departamentos del país, motivando la declaratoria de emergencia nacional. En la ciudad de La Paz, sede del gobierno nacional, los cortes de agua para enfrentar la crisis fueron tan duros que algunas personas debían subsistir hasta dos días con 50 litros.
Lo ocurrido en Bolivia no es un hecho aislado. Desde 2010, la zona central de Chile atraviesa por un megasequía que está lejos de terminar. Y en 2018 la sequía en Centroamérica puso en peligro la alimentación de millones de personas debido a la pérdida de cultivos.
Las causas del desabastecimiento de agua
La escasez de agua en Bolivia y en otros países tiene causas comunes, problemas a enfrentar con urgencia, entre ellos los siguientes:
- El cambio climático. América Latina es una de las regiones más vulnerables al cambio climático, que intensifica el ciclo del agua: las regiones más secas del mundo se están volviendo aún más secas.
- La falta de políticas de largo plazo. El crecimiento poblacional no es acompañado de usos más eficientes del agua y de una mejor conservación de sus fuentes.
- El manejo inadecuado del agua. La gestión de los recursos hídricos no considera la creciente demanda en todos los sectores, la protección de las fuentes naturales ni el conocimiento tradicional e indígena para su conservación.
- Los daños de los proyectos extractivos. La creciente actividad minera en la región contamina ríos y consume grandes cantidades de ese recurso, al igual que el fracking. Las hidroeléctricas dañan irreversiblemente importantes cuencas hídricas.
- Poca cultura del ahorro. El crecimiento de las ciudades y el consecuente aumento en el consumo de agua no encuentra eco en una ciudadanía responsable que cuide el recurso.
Buenas prácticas para cuidar el agua
Se prevé que la brecha entre la demanda y el suministro de agua en las ciudades llegará al 40% para 2030, por lo que debemos trabajar rápidamente en implementar buenas prácticas de manejo de agua, incluyendo las siguientes:
- Reciclar aguas residuales provenientes de sistemas de alcantarillado, de la agricultura y de la industria. La reutilización de agua requiere menos energía que la desalinización (que produce más desechos tóxicos que agua), es sostenible y rentable.
- Adoptar soluciones que aprovechan los procesos naturales que regulan el ciclo del agua. Se pueden aplicar a escala personal (por ejemplo, un inodoro seco), a nivel de paisaje (agricultura de conservación que minimice la alteración del suelo y use rotación de cultivos) o en entornos urbanos (muros verdes o jardines en azoteas).
- Ampliar los sistemas de cosecha y almacenamiento de agua de lluvias para reducir el impacto de futuras sequías.
- Aplicar evaluaciones de impacto ambiental adecuadas para impedir la autorización de proyectos que amenacen con dañar fuentes naturales de abastecimiento de agua.
- Motivar un cambio de mentalidad de los actores clave —responsables de políticas públicas, el sector privado y los consumidores— para que garanticen la disponibilidad de agua y su manejo sostenible.
Toda la humanidad necesita agua y es nuestra obligación contribuir para “no dejar a nadie atrás”. Ése es el lema este año del Día Mundial del Agua, que se celebra cada 22 de marzo, y al que nos unimos.
En AIDA estamos conscientes que el agua es un derecho humano y trabajamos para cuidar a los ecosistemas que nos la proveen de forma natural, y de los que dependen comunidades enteras, de los daños de proyectos inadecuados.