(Texto publicado originalmente en Animal Político)
El 15 de junio pasado fue un día histórico en el continente americano pues, tras 17 años de negociaciones, la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), reunida en República Dominicana, aprobó la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
La Declaración es una gran razón para celebrar, pues implica avances en temas importantes como el compromiso de los Estados de respetar los derechos de los pueblos indígenas, especialmente los derechos a la tierra, territorio y a un ambiente sano; y de respetar el desarrollo sostenible. Además, reconoce que la violencia contra las mujeres indígenas “impide y anula el goce de los derechos humanos y libertades fundamentales”. También reitera el derecho de los indígenas a participar en asuntos que afecten sus derechos y a ser sujetos de procesos de consulta previa y de consentimiento libre, previo e informado, particularmente respecto de afectaciones a su territorio.
Al mismo tiempo en que se aprobaba la Declaración, tuvo lugar una acción global que pidió justicia para Berta Cáceres —líder ambientalista, defensora de derechos humanos y del pueblo indígena Lenca en Honduras—, asesinada el 3 de marzo pasado. Más que una coincidencia, estos dos hechos simultáneos evidencian la necesidad diaria e imperiosa de justicia efectiva en la región, sobre todo respecto de violaciones de derechos humanos causadas por proyectos extractivos, energéticos, turísticos y de infraestructura; algo que se ha vuelto una constante en América Latina. Evidencian además la urgencia de que las declaraciones y obligaciones internacionales en materia de derechos humanos se concreten en la práctica.
El asesinato de Berta estaba anunciado. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le había otorgado medidas cautelares que el Estado de Honduras incumplió. Dos días después de su muerte, la Comisión otorgó medidas cautelares al Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), la organización que Berta dirigía. Pese a ello, Nelson García, uno de sus miembros, fue también asesinado días después. El pedido principal de acción global fue la creación de una Comisión de Expertos Independientes que apoyen la investigación sobre los asesinatos y ayuden a encontrar la verdad.
Berta y Nelson no son casos excepcionales de ataques a quienes defienden derechos humanos, el ambiente y el territorio. Más de 100 personas dedicadas a ello han sido asesinadas en Honduras desde 2010. La situación no es exclusiva de Honduras. Brasil, Colombia, Nicaragua y Perú también forman parte de los cinco países más violentos para los defensores, lista que completa Filipinas. El 2015 ha sido catalogado como “el peor de la historia” para defensores de la tierra y el ambiente.
Berta dedicó su vida a defender los ríos. Al momento de su asesinato trabajaba para salvar su territorio indígena de la construcción de la represa Agua Zarca en el río Gualquarque. Las comunidades allí han denunciado la existencia de más de 50 proyectos extractivos y energéticos que afectan sus tierras y cuya aprobación ignora normas nacionales e internacionales.
Berta y Agua Zarca son solo la punta del iceberg que muestra la realidad latinoamericana. Aunque los proyectos extractivos, energéticos, turísticos y de infraestructura son promovidos por gobiernos —con apoyo de entidades financieras internacionales, bancos nacionales e inversión extranjera— como esenciales para el desarrollo y el combate a la pobreza, la realidad evidencia lo contrario. Sistemáticamente, estos proyectos son implementados incumpliendo las leyes y sin planeación ni evaluaciones adecuadas de impactos en el ambiente y los derechos humanos. Tampoco se evalúan alternativas reales de desarrollo y de fuentes de energía que eviten impactos negativos. De hecho, muchos de estos proyectos no serían viables en países desarrollados, donde se implementan mejores tecnologías.
Relatores Especiales de la ONU han llamado la atención sobre este asunto en toda América hace años. Así también lo reconoció la CIDH en un informe reciente acerca de industrias extractivas y su impacto en pueblos indígenas y tribales.
Irónicamente, la Comisión atraviesa por una crisis financiera sin precedentes por la falta de aportes suficientes de los Estados. Justamente algunos de ellos han negado o retardado los fondos necesarios por altercados con la Comisión motivados por decisiones relacionadas con proyectos energéticos o extractivos. El ejemplo más evidente es Brasil, cuya reacción ante las medidas cautelares que ordenaron la suspensión de la represa Belo Monte en 2011, terminó en un proceso de revisión a la CIDH, el retiro de su embajador y el congelamiento de aportes. Ese país aún no ha regularizado sus contribuciones a la Comisión.
Por todo lo anterior, la aprobación de la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas es una noticia esperanzadora. Es esencial que los derechos y obligaciones que contiene se implementen inmediatamente. Empezando por el caso de Berta, los Estados deben demostrar que hablan en serio, que reconocen el problema regional, que alcanzan resultados serios de justicia y verdad, y que promueven un desarrollo real en favor de su gente.
América Latina tiene la oportunidad histórica de ubicarse finalmente en el siglo XXI, respetando el Estado de Derecho, aplicando lo que predica en instrumentos internacionales e impulsando un desarrollo que cuide nuestros recursos naturales y los derechos de quienes más cercanamente dependen de ellos. De no hacerlo, la región continuará detrás de los mismos espejitos y espejismos que le deslumbraron en la Conquista.