Cuando entre en pleno funcionamiento, Belo Monte será la tercera represa más grande del mundo, construida en uno de los ecosistemas más importantes del planeta: el bosque tropical del Amazonas. Ubicado sobre el río Xingú en Pará, un estado del norte de Brasil, el embalse cubrirá 500 kilómetros cuadrados de bosque y tierras de cultivo, un área del tamaño de Chicago.
Para la población de la cuenca del Xingú, la construcción de Belo Monte ha significado perder el acceso al agua, la alimentación, la vivienda, el trabajo y el transporte. Al menos 20,000 personas han sido desplazadas.
El Gobierno y el consorcio a cargo del proyecto comenzaron a construir la represa sin consultar primero a las personas de la zona, muchas de las cuales son indígenas. Pasaron por alto la normativa internacional de derechos humanos, la cual requiere el consentimiento previo, libre e informado de las comunidades indígenas afectadas. Brasil también incumplió las medidas cautelares otorgadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, las cuales estaban destinadas a proteger la vida, salud e integridad de las comunidades.
La represa comenzó a operar en mayo de 2016, aunque no en toda su capacidad. Y, en abril de 2017, un tribunal federal suspendió su licencia de operación porque el consorcio no completó los trabajos de saneamiento básico en Altamira, ciudad directamente afectada por la hidroeléctrica.