Los impactos de la pandemia se han extendido más allá de los sistemas sanitarios. Las autoridades han cambiado formatos de consulta, relajado medidas de protección y vigilancia y desatendido a las personas más vulnerables, como los pueblos indígenas, comunidades rurales, defensores y defensoras. Esto —sumado al aumento de actividades que impactan al ambiente, amenazas y delitos— supone un riesgo preocupante de vulneración de los derechos humanos en la región.
En Brasil, pese a la letalidad de la COVID-19 —del 3,08% y con más de 124 mil muertes hasta el 3 de septiembre—, las grandes ciudades avanzan en sus planes de reapertura con Río de Janeiro llenando los bares y São Paulo, los restaurantes.
La reapertura de bares y restaurantes durante el auge de la pandemia encuentra explicación en el hecho de que la pandemia afecta de forma diferente a personas de distintos niveles socioeconómicos y razas.
Un estudio del Núcleo de Operaciones e Inteligencia en Salud (NOIS), iniciativa de la que participan varias universidades del país, dio cuenta que una persona de raza negra y sin escolaridad tiene cuatro veces más posibilidades de morir por el nuevo coronavirus en Brasil que una persona de raza blanca con enseñanza superior.
Con base en información de casos hasta mayo, el estudio muestra además que la tasa de mortalidad entre la población de raza blanca es de alrededor del 38 %, mientras que, entre las personas de raza negra, es de casi el 55 %. “La tasa de mortalidad en Brasil es influenciada por las desigualdades en el acceso al tratamiento”, afirmó a la agencia EFE el coordinador del NOIS y uno de los autores del estudio, Silvio Hamacher.
Dolorosamente, esta tendencia se repite en otros países como Estados Unidos y el Reino Unido. Ello resalta que uno de los factores detrás de la alta tasa de mortalidad de la COVID-19 es el racismo ambiental, fenómeno en el que las consecuencias negativas y no previstas de actividades económicas se distribuyen de manera desigual.
Si bien toda actividad genera algún impacto ambiental, los territorios elegidos para llevarlas a cabo son usualmente regiones ubicadas en las afueras de la ciudad, habitadas por comunidades tradicionales o periféricas.
En Brasil, el racismo ambiental afecta tanto a comunidades urbanas periféricas como a comunidades rurales tradicionales. Y, al igual que en Estados Unidos, una de sus facetas es la contaminación desproporcionada que sufren esas minorías, en comparación con la clase media blanca. Se trata de la contaminación del aire y del agua con agentes tóxicos, metales pesados, pesticidas, químicos, plásticos, etc.
Por tanto, al hablar de la pandemia y hacerle frente es esencial saber que no llega a todas las personas de la misma manera, que pone a las comunidades tradicionales en peligro de exterminio y que las cuestiones ambientales son una cuestión de salud pública.
Para superar la crisis sanitaria global, necesitamos llevar el racismo al centro del debate.
La exacerbación del extractivismo en el Arco Minero del Orinoco debido a los altos precios del oro, los cuales son motivados a su vez por la crisis sanitaria global, ha incrementado significativamente el riesgo de contagio entre mineros, personas de pueblos y ciudades aledañas y comunidades indígenas.
Diversas organizaciones que trabajan en torno a los conflictos socioecológicos del denominado Arco Minero del Orinoco, ubicado en los estados venezolanos de Amazonas y Bolívar, han denunciado desde hace años brotes de epidemias como paludismo y sarampión, así como la cada vez más acelerada expansión de la deforestación en territorios indígenas, áreas naturales protegidas y, en general, en los ecosistemas del sur del Orinoco.
A esta realidad se suma la actual pandemia del nuevo coronavirus, que está penetrando en comunidades indígenas a través de los mineros que allí trabajan. Organizaciones como Amazonia Socioambiental han denunciado que las poblaciones mineras y áreas aledañas no cuentan con garantías mínimas de capacidad de respuesta ante este nuevo virus y que las características de la actividad extractiva aumentan el riesgo de contagios.
A inicios de agosto, la ONG Wataniba publicó su octavo informe sobre el avance de los contagios por coronavirus en la Amazonía venezolana, encontrando 1.503 casos, lo que representa el 7.4% del total nacional. Estos casos se distribuyen en los estados de Bolívar (1.397), Amazonas (43) y Delta Amacuro (63). Y en los estados limítrofes con Brasil, los contagios se cuentan por miles y decenas de miles.
El informe de Wataniba da cuenta además de los contagios entre personas indígenas: 153 personas del pueblo Pemón, en Bolívar; 5 personas que pertenecen al pueblo Warao, en Delta Amacuro; y 26 casos en el estado de Amazonas, pertenecientes al pueblo Kurripaco (3) y al pueblo Yeral (6), así como 17 indígenas cuyo pueblo de origen no ha sido especificado.
Mientras la minería continúe, el riesgo de contagio para estas poblaciones vulnerables seguirá creciendo. La única defensa efectiva para muchas comunidades es el aislamiento estricto, debido a las diferencias en su sistema inmune, menos preparado para enfrentar virus de esta naturaleza.
El creciente precio del oro está favoreciendo la expansión de la minería y acelerando la presión sobre las tierras indígenas y parques naturales.
Urge que se tomen medidas diferenciadas para atender a los pueblos indígenas, adaptadas a sus propios contextos y cultura.
Según el monitoreo independiente que realiza la Articulación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB), al 10 de agosto, los casos de contagio de COVID-19 entre personas indígenas superan los 23 mil, mientras que el número de muertes llegó a 652.
Esas cifras son mayores a las reportadas por la Secretaría Especial de Salud Indígena (SESAI), que contabiliza 17.611 contagios y 311 muertes. Sin embargo, los datos oficiales solo toman en cuenta las tierras indígenas homologadas y no a los pueblos indígenas que viven fuera de ellas. El monitoreo de la APIB es realizado por el Comité Nacional de Vida y Memoria Indígena, con apoyo de organizaciones indígenas y considerando, además de los datos de la SESAI, aquellos registrados por las Secretarías de Salud municipales y estatales y por el Ministerio Público.
La rápida propagación de la pandemia entre las y los indígenas genera preocupación debido a la vulnerabilidad de esa población, que no cuenta con atención médica adecuada y cuyas tierras son invadidas, y a las medidas insuficientes e inadecuadas del gobierno.
Un factor importante de contagio es el río Amazonas, la carretera principal que une a las comunidades ribereñas. Esa población viaja por el río en embarcaciones que llevan a unas 150 personas, sin distanciamiento entre ellas, para llegar a las ciudades en busca de suministros médicos o alimentos, o para ser atendidos en un hospital. La red hospitalaria es insuficiente para abarcar a toda la región. De hecho, las seis ciudades de Brasil con mayor exposición al nuevo coronavirus están sobre el Amazonas.
Otro factor de contagio para la población indígena es la falta de medidas adecuadas, sanitarias y de protección, por parte del Estado, lo que ha derivado en que trabajadores del sector de salud sean portadores del virus y contagien a indígenas cuando llegan a sus comunidades. Hasta inicios de julio, más de 1.000 enfermeras y doctores del SESAI dieron positivo al test de COVID-19.
Profesionales médicos y líderes indígenas afirman que es posible que los trabajadores de ese sector hayan puesto en peligro involuntariamente a las comunidades que intentaban ayudar debido a que no cuentan con los equipos adecuados de protección para trabajar y no tienen acceso a pruebas suficientes.
En las últimas semanas, diversos colectivos, gremios turísticos, ambientalistas y público en general han manifestado su oposición a un proyecto portuario que pondría en riesgo a la Reserva Nacional de Paracas, la tercera área protegida más conocida y visitada de Perú. El creciente discurso de reactivar la economía tras la pandemia COVID-19, pasando por alto la procuración del entorno, se ha sumado a las preocupaciones ante este plan.
El proyecto de ampliación del puerto que ya existe en la zona de amortiguamiento de la reserva incluye la construcción de un almacén de concentrado de minerales, los cuales llegarían a través de camiones desde la sierra del país, donde se ubican importantes centros mineros. Estos vehículos pasarían por la reserva, generando impactos negativos, como la contaminación sonora y el riesgo de volcaduras, que pondrían en grave peligro el hábitat de diversas especies, además de dañar el paisaje natural.
Para concretar su objetivo, el consorcio Terminal Portuario de Paracas (TPP) presentó una modificación al estudio de impacto ambiental, pero este fue rechazado debido a observaciones de instituciones como el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Sernanp). Sin embargo, la concesió del permiso para la ejecución del proyecto aún está pendiente.
En un informe, la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental (SPDA) expresó su preocupación por este proyecto y concluyó que sí existe riesgo de contaminación y otros impactos en la fauna del lugar. Por ello, pidió al Estado cumplir con su obligación de tomar decisiones evitando la generación de impactos ambientales, riesgos y daños innecesarios a la reserva. Además, propuso la evaluación de otras salidas para el trasporte de estos minerales.
La Reserva Nacional de Paracas fue establecida en 1975 sobre una extensión de 335 mil hectáreas. El área comprende un 65% de aguas marinas (217.594 hectáreas), patrimonio arqueológico, especies amenazadas y uno de los paisajes costeros más espectaculares del país.
El Supremo Tribunal de Brasil ordenó la adopción de una serie de medidas para contener los contagios y las muertes por COVID-19 entre la población indígena del país. El dictamen responde a la demanda presentada por la Articulación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB) y por algunos partidos políticos. En ella denuncian el incumplimiento de preceptos constitucionales y abogan por la adopción de mayores medidas gubernamentales para combatir la propagación del nuevo coronavirus entre los pueblos indígenas.
El gobierno no ha garantizado el aislamiento de las comunidades étnicas ya que en sus territorios se están llevando a cabo actividades extractivas. Quienes trabajan en esos emprendimientos representan un factor de contagio al ingresar a las zonas indígenas. Además, la población indígena es afectada por la insuficiente red hospitalaria y por la falta de acceso a información oportuna, como la referida a las pruebas de detección del virus y a los protocolos para funerales.
"Los pueblos indígenas son especialmente vulnerables a las enfermedades infecciosas, para las cuales tienen una baja inmunidad y una tasa de mortalidad superior al promedio nacional. Hay indicios de una expansión acelerada de COVID-19 entre sus miembros y la alegación de que no son suficientes los esfuerzos del gobierno por frenar su propagación", señala el fallo firmado por Luís Roberto Barros, magistrado del Tribunal.
Las medidas determinadas por el Tribunal incluyen la instalación de barreras sanitarias para proteger a los indígenas que no tienen contacto con el mundo exterior y a quienes han estado en contacto reciente con la sociedad; la creación de una "sala de situación" con la participación de miembros del gobierno, la APIB, la Fiscalía General y la Defensoría Pública del Gobierno Federal; la elaboración en un plazo de 30 días de un plan para enfrentar la enfermedad en los pueblos indígenas, en el que participen las propias comunidades y el Consejo Nacional de Derechos Humanos. Ese plan debe incluir esfuerzos para controlar la entrada de intrusos en las tierras indígenas.
Finalmente, el Tribunal ordenó que todos los indígenas —incluidos quienes viven en zonas urbanas— queden cubiertos por el Subsistema de Atención de la Salud Indígena, que solo ha prestado asistencia limitada a indígenas que viven en las zonas demarcadas.
La pandemia impacta las actividades de toda la cadena del sistema alimentario y su prolongación afectará a las poblaciones más vulnerables de la región si no se toman medidas urgentes, advirtió la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en un informe que forma parte de una serie de evaluaciones ante la expansión de la COVID-19.
Haciendo referencia a experiencias previas, como el MERS, la CEPAL alerta que los efectos negativos de esta pandemia sobre la seguridad alimentaria “serán desiguales y más intensos para países, regiones y grupos poblacionales en situación de mayor vulnerabilidad”. Los niños, niñas, adolescentes, personas indígenas, mujeres, personas con bajos niveles educativos y poblaciones rurales son los más afectados por la pobreza, factor determinante de vulnerabilidad.
Los avances en la reducción de la pobreza y la subalimentación podrían verse afectados ante la crisis económica que se gesta. El organismo destacó el caso de las regiones altoandinas y amazónicas por su limitada conectividad y por tener una agricultura más vinculada al mercado. Por ello, pide impulsar el autoconsumo de ocurrir una interrupción económica, así como promover una dieta más sana.
Aunque el informe se enfoca en la conservación de cadenas productivas y en el cuidado del mercado alimentario, recomienda aumentar "la integración entre la agricultura y la biodiversidad”, pues “la sostenibilidad ambiental de la agricultura y los sistemas alimentarios es una demanda de la sociedad que cobrará más fuerza”. Recuerda además que no se pueden romper los equilibrios ecológicos elementales con impunidad.
Para evitar la crisis, pide basarse en el principio de “reconstruir mejor” porque si bien los sistemas alimentarios ya vivían una transformación por el cambio climático, la tecnología y la demanda, “la pandemia obliga a reforzar la resiliencia y la inclusión social”.
La propagación masiva de la COVID-19 ha generado una crisis sanitaria con millones de personas enfermas y miles de muertes en todo el mundo.
Debido a la naturaleza de la enfermedad y a la facilidad del contagio, se han implementado medidas de protección y bioseguridad que incluyen no solo el confinamiento y la sana distancia, sino también la desinfección constante de manos y superficies, y el uso de tapabocas, mascarillas, guantes, equipo médico de protección, botellas de desinfectante, bolsas, envases y otros objetos.
Desafortunadamente, esos objetos son fabricados en su mayoría utilizando como insumo principal al plástico, especialmente el de un solo uso, lo que implica un aumento indiscriminado en el uso y desecho de ese material.
Por ello, los procesos de gestión de los plásticos de un solo uso se han convertido en otro de los grandes retos frente a la crisis que está colapsando economías y sistemas de salud.
Es evidente que la mayor preocupación a nivel mundial es vencer la pandemia, evitando más muertes y contagios. Pero también es inquietante el impacto adverso de la contingencia en los esfuerzos mundiales por reducir el plástico y con ello prevenir sus daños ambientales a corto y largo plazo.
Es necesario retomar los debates sobre el plástico y trabajar en encontrar alternativas eficaces, teniendo siempre en cuenta la reactivación económica de los sectores más afectados por la crisis.
En una serie de dos seminarios virtuales organizados por AIDA, expertos y expertas desvirtuaron el argumento que promueve el extractivismo como solución a la crisis económica generalizada derivada de la pandemia.
En el contexto de la contingencia sanitaria, gobiernos de América Latina han apoyado propuestas para expandir y fortalecer el extractivismo minero y energético como salida a la caída de la economía, ignorando la discusión sobre los costos económicos y socioambientales que las actividades extractivas implican en el mediano y largo plazo.
El apoyo gubernamental se ha traducido en algunos casos en intentos por flexibilizar y/o agilizar los procedimientos para autorizar proyectos mineros y de hidrocarburos, pasando por alto la obligación legal de consultar y obtener el consentimiento previo, libre e informado de las comunidades afectadas.
En los dos seminarios web, especialistas en el tema explicaron en detalle los verdaderos costos del extractivismo, evidenciando que apostar por iniciativas de ese tipo en la coyuntura actual está lejos de ser la mejor alternativa.
El panel de expertos y expertas incluyó a Eduardo Gudynas, investigador del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES); Natalia Greene, presidenta del Comité Ecuatoriano para la Defensa de la Naturaleza y el Medio Ambiente (CEDENMA); Fernanda Hopenhaym, socióloga especializada en estudios latinoamericanos y Codirectora Ejecutiva de PODER; y a Luis Álvaro Pardo, economista y periodista, especializado en Derecho Minero Energético y Derecho Constitucional.
La Alianza Colombia Libre de Fracking alertó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que el gobierno de ese país avanza con proyectos piloto de fracking en medio de la crisis sanitaria por la pandemia, la cual impide que la ciudadanía acceda a información y a justicia con relación a ese proceso.
Aunque el proceso en el cual el Consejo de Estado declaró la moratoria judicial al fracking está suspendido debido a la contingencia, ese máximo tribunal estableció que la realización de proyectos piloto está condicionada a que sean de carácter científico y a que tengan instituciones robustas, licencia social y tecnología de mínimo impacto. Sin embargo, el gobierno "se ha burlado sistemáticamente de esas exigencias", denuncia la Alianza en la alerta enviada a la CIDH.
La evidencia de lo anterior es que, entre otras cosas, el gobierno publicó su primer decreto sobre los proyectos piloto en época navideña, desestimulando la participación ciudadana y el debate público; intentó aplacar los reclamos ambientales engañando a la población con la firma del Acuerdo de Escazú, pero sin la intención real de ratificarlo, sin lo cual el acuerdo no es obligatorio; emitió un segundo decreto en el que sigue desconociendo las exigencias del Consejo de Estado; continuó con la reglamentación de ese decreto en medio de la pandemia, con los juzgados cerrados y sin condiciones de información, participación y justicia para la población; y sigue desarrollando nuevas normas para el avance del fracking en Colombia.
"Solo será posible salir de esta crisis con un giro vital hacia otras formas de producción y uso de energía que se fundamenten totalmente en los principios democráticos de nuestra Constitución y en los pronunciamientos de la Comisión", señala la Alianza en un comunicado público sobre el envío de la alerta.
Diariamente, hombres y mujeres alrededor del mundo dedican sus vidas a proteger ecosistemas de los que dependen comunidades enteras y otros seres vivos. Esta labor —indispensable para el cuidado del planeta— se desarrolla en ámbitos legales, sociales y políticos.
Tristemente, las personas defensoras del ambiente son víctimas de amenazas y asesinatos. Desde hace muchos años, América Latina es la región más peligrosa del mundo para ser defensor o defensora ambiental, concentrando al menos el 60% de los crímenes. Ello ocurre pese a que el derecho a la libertad de expresión, al ambiente sano y los derechos de la naturaleza están reconocidos en legislaciones nacionales y regionales.
Actualmente y en el contexto de la pandemia COVID-19, la situación de riesgo grave para defensores y defensoras ambientales. Pese al aislamiento social y otras medidas adoptadas ante la crisis sanitaria, la violencia en su contra persiste.
Es importante considerar que la pandemia debilita las redes de protección de las y los defensores en situación de riesgo para responder a emergencias, poniéndoles en una situación de mayor vulnerabilidad. Eso, sumado a la falta de voluntad y capacidad institucional para atender problemáticas diferentes a la sanitaria, configura un escenario muy complejo para su seguridad.
En efecto, los Estados deben respetar y garantizar los derechos humanos en todo momento. Son obligaciones impostergables —aún en situaciones de emergencia— y su cumplimento debe robustecerse para personas en riesgo como las que defienden el ambiente.