Project

Luchando por justicia para víctimas de contaminación tóxica en La Oroya, Perú

Por más de 20 años, residentes de La Oroya buscan justicia y reparación por la violación de sus derechos fundamentales a causa de la contaminación con metales pesados de un complejo metalúrgico y de la falta de medidas adecuadas por parte del Estado. 

El 22 de marzo de 2024, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dio a conocer su fallo en el caso. Estableció la responsabilidad del Estado de Perú y le ordenó adoptar medidas de reparación integral. Esta decisión es una oportunidad histórica para restablecer los derechos de las víctimas, además de ser un precedente clave para la protección del derecho a un ambiente sano en América Latina y para la supervisión adecuada de las actividades empresariales por parte de los Estados.

 

Antecedentes

La Oroya es una ciudad ubicada en la cordillera central de Perú, en el departamento de Junín, a 176 km de Lima. Tiene una población aproximada de 30.533 habitantes.

Allí, en 1922, la empresa estadounidense Cerro de Pasco Cooper Corporation instaló el Complejo Metalúrgico de La Oroya para procesar concentrados de minerales con altos niveles de plomo, cobre, zinc, plata y oro, así como otros contaminantes como azufre, cadmio y arsénico. 

El complejo fue nacionalizado en 1974 y operado por el Estado hasta 1997, cuando fue adquirido por la compañía estadounidense Doe Run Company a través de su filial Doe Run Perú. En 2009, debido a la crisis financiera de la empresa, las operaciones del complejo se suspendieron.

Décadas de daños a la salud pública

El Estado peruano —debido a la falta de sistemas adecuados de control, supervisión constante, imposición de sanciones y adopción de acciones inmediatas— ha permitido que el complejo metalúrgico genere durante décadas niveles de contaminación muy altos que han afectado gravemente la salud de residentes de La Oroya por generaciones. 

Quienes viven en La Oroya tienen un mayor riesgo o propensión a desarrollar cáncer por la exposición histórica a metales pesados. Si bien los efectos de la contaminación tóxica en la salud no son inmediatamente perceptibles, pueden ser irreversibles o se evidencian a largo plazo, afectando a la población en diversos niveles. Además, los impactos han sido diferenciados —e incluso más graves— entre niños y niñas, mujeres y personas adultas mayores.

La mayoría de las personas afectadas presentó niveles de plomo superiores a los recomendados por la Organización Mundial de la Salud y, en algunos casos, niveles superiores de arsénico y cadmio; además de estrés, ansiedad, afectaciones en la piel, problemas gástricos, dolores de cabeza crónicos y problemas respiratorios o cardíacos, entre otros.

La búsqueda de justicia

Con el tiempo, se presentaron varias acciones a nivel nacional e internacional para lograr la fiscalización del complejo metalúrgico y de sus impactos, así como para obtener reparación ante la violación de los derechos de las personas afectadas. 

AIDA se involucró con La Oroya en 1997 y desde entonces hemos empleado diversas estrategias para proteger la salud pública, el ambiente y los derechos de sus habitantes. 

En 2002, nuestra publicación La Oroya No Puede Esperar ayudó a poner en marcha una campaña internacional de largo alcance para visibilizar la situación de La Oroya y exigir medidas para remediarla.

Ese mismo año, un grupo de pobladores de La Oroya presentó una acción de cumplimiento contra el Ministerio de Salud y la Dirección General de Salud Ambiental para la protección de sus derechos y los del resto de la población. 

En 2006, obtuvieron una decisión parcialmente favorable del Tribunal Constitucional que ordenó medidas de protección. Pero, tras más de 14 años, no se tomaron medidas para implementar el fallo y el máximo tribunal no impulsó acciones para su cumplimiento.

Ante la falta de respuestas efectivas en el ámbito nacional, AIDA —junto con una coalición internacional de organizaciones— llevó el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y en noviembre de 2005 solicitó medidas cautelares para proteger el derecho a la vida, la integridad personal y la salud de las personas afectadas. Luego, en 2006, presentamos una denuncia ante la CIDH contra el Estado peruano por la violación de los derechos humanos de residentes de La Oroya.

En 2007, como respuesta a la petición, la CIDH otorgó medidas de protección a 65 personas de La Oroya y en 2016 las amplió a otras 15 personas.

Situación actual

Al día de hoy, las medidas de protección otorgadas por la CIDH siguen vigentes. Si bien el Estado ha emitido algunas decisiones para controlar de algún modo a la empresa y los niveles de contaminación en la zona, estas no han sido efectivas para proteger los derechos de la población ni para implementar con urgencia las acciones necesarias en La Oroya. 

Esto se refleja en la falta de resultados concretos respecto de la contaminación. Desde la suspensión de operaciones del complejo en 2009, los niveles de plomo, cadmio, arsénico y dióxido de azufre no han bajado a niveles adecuados. Y la situación de las personas afectadas tampoco ha mejorado en los últimos 13 años. Hace falta un estudio epidemiológico y de sangre en los niños y las niñas de La Oroya que muestre el estado actual de la contaminación de la población y su comparación con los estudios iniciales realizados entre 1999 y 2005.

En cuanto a la denuncia internacional, en octubre de 2021 —15 años después de iniciado el proceso—, la CIDH adoptó una decisión de fondo en el caso y lo presentó ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos tras establecer la responsabilidad internacional del Estado peruano en la violación de derechos humanos de residentes de La Oroya.

La Corte escuchó el caso en una audiencia pública en octubre de 2022. Más de un año después, el 22 de marzo de 2024, el tribunal internacional dio a conocer la sentencia del caso. En su fallo, el primero en su tipo, responsabiliza al Estado peruano por violar los derechos humanos de residentes de La Oroya y le ordena la adopción de medidas de reparación integral que incluyen remediación ambiental, reducción y mitigación de emisiones contaminantes, monitoreo de la calidad del aire, atención médica gratuita y especializada, indemnizaciones y un plan de reubicación para las personas afectadas.


Conoce los aportes jurídicos de la sentencia de la Corte Interamericana en el caso de La Oroya

 

Partners:


Derechos Humanos

Sociedad civil llama al Consejo de Derechos Humanos a reconocer el derecho universal a un ambiente sano

Más de 850 organizaciones de la sociedad civil, grupos de pueblos indígenas, movimientos sociales y comunidades locales hacen un llamado al Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas para que reconozca el derecho universal a un ambiente seguro, limpio, sano y sostenible. Lo hacen en una carta abierta, enviada el 10 de septiembre y todavía abierta para firmas en línea. El llamado se adelanta a la reunión del Consejo de Derechos Humanos a celebrarse en Ginebra del 14 de septiembre al 6 de octubre. En la carta se sostiene que las personas deben ser protegidas de los impactos mortales de la degradación ambiental y el cambio climático, como el aumento en la propagación de enfermedades como la COVID-19. "El reconocimiento global de este derecho es un asunto de máxima urgencia antela crisis ambiental global que actualmente viola y amenaza los derechos humanos de miles de millones de personas en nuestro planeta", se afirma en la carta. "Como todos y todas sabemos, en un planeta muerto no existen derechos humanos". El derecho a un ambiente seguro, limpio, sano y sostenible ya está contemplado en las constituciones y leyes de una mayoría considerable de países de todo el mundo, así como en los sistemas regionales. Existe también un sistema jurídico cada vez más amplio para implementar y aplicar este derecho. Ahora, personas defensoras de los derechos humanos, los pueblos indígenas, la acción climática y la justicia social instan al Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas a que formalice este reconocimiento y lo haga universal. Al hacerlo, el Consejo de Derechos Humanos alentaría a los países a fortalecer políticas y legislaciones para cuidar mejor de la naturaleza y la biodiversidad, se lee en la carta. Esto conduciría a un aire más limpio, a un mayor acceso al agua potable y a una reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. También proporcionaría justicia ambiental a las comunidades que están expuestas a entornos degradados y peligrosos, con aire tóxico o enfermedades. La deforestación y la degradación ambiental aumentan la exposición de los seres humanos a los virus zoonóticos, como la COVID-19, y a las enfermedades transmitidas por vectores, como el paludismo y el dengue. Los científicos advierten que el riesgo de propagación de enfermedades aumentará a medida que los ecosistemas naturales continúen descomponiéndose. Las nuevas investigaciones también sugieren que los efectos de la contaminación atmosférica en los pulmones, los corazones y la salud en general hacen que las personas sean más susceptibles a los peores impactos de la COVID-19. Para proteger a las personas de todo el mundo de futuras crisis y para crear una mayor resistencia a catástrofes como esta pandemia, la carta insta a los Estados a que "reconozcan, respeten, protejan y cumplan el derecho humano de todos y todas a disfrutar de un ambiente seguro, limpio, sano y sostenible". #HealthyEnvironment4All contacto de prensa Victor Quintanilla (México), AIDA, [email protected], +5215570522107  

Leer más

O racismo ambiental e os impactos diferenciais da pandemia

Por Tayná Lemos e Marcella Ribeiro No Brasil, apesar da letalidade da COVID-19 - 3,08% e com mais de 124 mil mortes até 3 de setembro - as grandes cidades estão avançando com seus planos de reabertura, com o Rio de Janeiro enchendo os bares e São Paulo, os restaurantes. A reabertura de bares e restaurantes durante o ápice da pandemia encontra uma explicação no fato de que a pandemia afeta pessoas de diferentes níveis socioeconômicos e raças de maneira diferente. Um estudo do Núcleo de Operações e Inteligência em Saúde (NOIS), uma iniciativa envolvendo várias universidades do país, constatou que uma pessoa negra sem escolaridade tem quatro vezes mais probabilidade de morrer do novo coronavírus no Brasil do que uma pessoa branca com educação superior. Com base em informações de casos até maio, o estudo também mostra que a taxa de mortalidade entre a população branca é de cerca de 38%, enquanto entre os negros é de quase 55%. "A taxa de mortalidade no Brasil é influenciada pelas desigualdades no acesso ao tratamento", disse o coordenador do NOIS e um dos autores do estudo, Silvio Hamacher, à EFE. Dolorosamente, esta tendência se repete em outros países, como os Estados Unidos e o Reino Unido. Isto destaca que um dos fatores por trás da alta taxa de mortalidade da COVID-19 é o racismo ambiental, um fenômeno no qual as consequências negativas das atividades econômicas são distribuídas de forma desigual. Distribuição desigual dos danos O termo racismo ambiental foi cunhado nos Estados Unidos pelo pesquisador Benjamin Chavis depois de observar que a poluição química das indústrias era despejada somente em bairros negros. "O racismo ambiental é discriminação racial nas políticas ambientais. É discriminação racial na escolha deliberada das comunidades negras para despejar lixo tóxico e instalar indústrias poluidoras", disse Chavis. Enquanto que toda atividade gera algum um impacto ambiental, os espaços territoriais escolhidos para implementá-las são sempre regiões à margem da cidade, em territórios ocupados por comunidades tradicionais ou periféricas, ou seja, comunidades não-brancas. No Brasil, o racismo ambiental afeta tanto as comunidades urbanas periféricas quanto as comunidades rurais tradicionais. E, como nos Estados Unidos, uma de suas facetas é a poluição desproporcional sofrida por essas minorias, em comparação com a classe média branca. Isso significa a poluição do ar e da água com agentes tóxicos, metais pesados, pesticidas, produtos químicos, plásticos, etc. No seu relatório de 2019, o então Relator Especial da ONU para os Direitos Humanos sobre as Implicações da Gestão Ambiental e a Eliminação de Resíduos e Substâncias Tóxicas, Baskut Tuncak, alertou que existe uma pandemia silenciosa de doenças e deficiências resultantes do acúmulo de substâncias tóxicas em nosso organismo. Em 2020, após sua visita ao país, ele disse que há uma conexão entre a poluição ambiental e a mortalidade do novo coronavírus, e que menos pessoas morreriam no Brasil se houvesse políticas ambientais e de saúde pública mais rígidas. "Existem sinergias entre a exposição à poluição e a exposição à COVID-19. As substâncias tóxicas no meio ambiente contribuem para a alta taxa de mortalidade no Brasil", disse Tuncak. As condições de saúde subjacentes que agravam a pandemia não são "má sorte", mas em grande parte "os impactos das substâncias tóxicas sobre o ar que respiramos, a água que bebemos, os alimentos que comemos, os brinquedos que damos a nossos filhos e os lugares onde trabalhamos". Um aumento na vulnerabilidade Assim, Tuncak afirmou que as pessoas mais vulneráveis à pandemia são os pobres urbanos e as comunidades tradicionais e indígenas porque são também as mais afetadas por problemas ambientais e de saúde pública. Isto leva à hiper-vulnerabilidade. Um exemplo desta situação é a dos 17 quilombos (assentamentos de origem africana) no município de Salvaterra, no estado do Pará, onde vivem cerca de 7.000 pessoas. Há vinte anos, um lixão aberto foi instalado ali sem consultar as famílias. Crianças, adultos e idosos foram forçados a viver com o lixo doméstico, lixo tóxico e hospitalar, entre outras coisas. Sua vulnerabilidade aumentou com a pandemia. Apesar do tamanho do país, não existem lacunas territoriais no Brasil. Quando uma indústria, um aterro sanitário, uma monocultura, uma usina hidrelétrica, uma mina ou uma usina nuclear é instalada, uma comunidade historicamente esquecida é impactada. Os danos invisíveis da poluição causada por essas atividades são difíceis de provar, mas afetam profundamente a saúde e a qualidade de vida de pessoas que já são extremamente vulneráveis. Outro exemplo é o da comunidade indígena de Tey Jusu, que em abril de 2015 recebeu uma chuva de agrotóxicos derramada por um avião que pulverizava uma monocultura de milho. A pulverização intoxicou pessoas na comunidade, prejudicando sua saúde. Infelizmente, a ingestão direta de pesticidas por membros de comunidades que vivem perto de plantações de monoculturas é uma realidade recorrente. Pior ainda é que o governo atual autorizou 118 novos agrotóxicos durante a pandemia, somando aos 474 aprovados em 2019 e outros 32 lançados nos primeiros meses de 2020. Estes pesticidas causam várias doenças, mas ainda não é possível determinar as conseqüências exatas sobre o corpo humano, muito menos sua interação com outras substâncias tóxicas ou com outras doenças, como a COVID-19. Segundo uma análise da Coordenação das Organizações Indígenas da Amazônia Brasileira e do Instituto de Pesquisa Amazônica, a taxa de mortalidade causada pela pandemia entre os povos indígenas na Amazônia legal é 150% maior do que a média nacional. Por outro lado, a taxa de contaminados pela COVID-19 entre essa população é 84% maior do que a média do Brasil. Isto se deve a vários fatores históricos, como a falta de postos de saúde, a distância dos hospitais, a ausência de qualquer tipo de assistência do governo federal, a invasão de terras e a degradação ambiental. Na verdade, uma das maiores ameaças às comunidades indígenas no Brasil ainda é a invasão de suas terras por mineradores ilegais, que causa, entre outras violações de direitos humanos, a contaminação da água por mercúrio. No ano passado, um estudo da Fundação Oswaldo Cruz constatou que 56% dos índios Yanomami tinham concentrações de mercúrio acima do limite estabelecido pela Organização Mundial da Saúde, o que implica em sérios danos à saúde. Neste sentido, racismo ambiental é um termo que expõe uma separação histórica entre aqueles que colhem os frutos do crescimento econômico e aqueles que adoecem e morrem devido às conseqüências ambientais desse mesmo crescimento econômico. A variedade de danos sistêmicos à saúde dessas comunidades vulneráveis as torna especialmente suscetíveis aos piores efeitos da COVID-19. Portanto, ao discutir e abordar a pandemia é essencial saber que ela não atinge todas as pessoas da mesma maneira, que coloca as comunidades tradicionais em risco de extinção e que as questões ambientais são uma preocupação de saúde pública. Para superar a crise de saúde global, precisamos trazer o racismo para o centro do debate.  

Leer más

El racismo ambiental y los daños diferenciados de la pandemia

Por Tayná Lemos y Marcella Ribeiro En Brasil, pese a la letalidad de la COVID-19 —del 3,08% y con más de 124 mil muertes hasta el 3 de septiembre—, las grandes ciudades avanzan en sus planes de reapertura con Río de Janeiro llenando los bares y São Paulo, los restaurantes. La reapertura de bares y restaurantes durante el auge de la pandemia encuentra explicación en el hecho de que la pandemia afecta de forma diferente a personas de distintos niveles socioeconómicos y razas. Un estudio del Núcleo de Operaciones e Inteligencia en Salud (NOIS), iniciativa de la que participan varias universidades del país, dio cuenta que una persona de raza negra y sin escolaridad tiene cuatro veces más posibilidades de morir por el nuevo coronavirus en Brasil que una persona de raza blanca con enseñanza superior. Con base en información de casos hasta mayo, el estudio muestra además que la tasa de mortalidad entre la población de raza blanca es de alrededor del 38 %, mientras que, entre las personas de raza negra, es de casi el 55 %. “La tasa de mortalidad en Brasil es influenciada por las desigualdades en el acceso al tratamiento”, afirmó a la agencia EFE el coordinador del NOIS y uno de los autores del estudio, Silvio Hamacher. Dolorosamente, esta tendencia se repite en otros países como Estados Unidos y el Reino Unido. Ello resalta que uno de los factores detrás de la alta tasa de mortalidad de la COVID-19 es el racismo ambiental, fenómeno en el que las consecuencias negativas y no previstas de actividades económicas se distribuyen de manera desigual. Distribución desigual de daños El término racismo ambiental fue acuñado en Estados Unidos por el investigador Benjamin Chavis luego de observar que la contaminación química de las industrias era vertida sólo en los barrios negros. “El racismo ambiental es la discriminación racial en las políticas ambientales. Es la discriminación racial en la elección deliberada de las comunidades negras para depositar residuos tóxicos e instalar industrias contaminantes”, dijo Chavis. Si bien toda actividad genera algún impacto ambiental, los territorios elegidos para llevarlas a cabo son usualmente regiones ubicadas en las afueras de la ciudad, habitadas por comunidades tradicionales o periféricas. En Brasil, el racismo ambiental afecta tanto a comunidades urbanas periféricas como a  comunidades rurales tradicionales. Y, al igual que en Estados Unidos, una de sus facetas es la contaminación desproporcionada que sufren esas minorías, en comparación con la clase media blanca. Se trata de la contaminación del aire y del agua con agentes tóxicos, metales pesados, pesticidas, químicos, plásticos, etc. En su informe de 2019, el entonces Relator Especial de la ONU sobre las consecuencias para los derechos humanos de la gestión ambientalmente racional y la eliminación de desechos y sustancias tóxicas, Baskut Tuncak, advirtió que existe una pandemia silenciosa de enfermedades e incapacidades resultantes de la acumulación de sustancias tóxicas en nuestros cuerpos. En 2020, después de su visita al país, dijo que existe una conexión entre la contaminación ambiental y la mortalidad del nuevo coronavirus, y que menos personas morirían en Brasil si hubiera políticas ambientales y de salud pública más estrictas. “Hay sinergias entre la exposición a la contaminación y la exposición a la COVID-19. Las sustancias tóxicas en el ambiente contribuyen a la elevada tasa de mortalidad en Brasil”, afirmó Tuncak. Las condiciones de salud subyacentes que agravan la pandemia no son “mala suerte”, sino en gran parte “los impactos de las sustancias tóxicas en el aire que respiramos, el agua que bebemos, los alimentos que comemos, los juguetes que damos a nuestros hijos y los lugares donde trabajamos”. Un aumento de la vulnerabilidad Así, Tuncak confirmó que las personas más vulnerables ante la pandemia son las poblaciones urbanas pobres y las comunidades tradicionales e indígenas porque también son las más afectadas por los problemas ambientales y de salud pública. Esto da lugar a la hipervulnerabilidad. Un ejemplo de esa situación es la de los 17 quilombos (asentamientos afrodescendientes) del municipio de Salvaterra, en el estado de Pará, donde viven alrededor de 7.000 personas. Hace 20 años, allí se instaló un vertedero abierto sin haber consultado con las familias. Niños, niñas, personas adultas y adultos mayores fueron obligados a convivir con la basura doméstica, residuos tóxicos y hospitalarios, entre otros desperdicios. Su vulnerabilidad aumentó con la pandemia. A pesar del tamaño del país, no existen vacíos territoriales en Brasil. Cuando se instala una industria, un vertedero, un monocultivo, una hidroeléctrica, una mina o una central nuclear, una comunidad históricamente olvidada se ve impactada. Los daños invisibles de la contaminación causada por esas actividades son difíciles de probar, pero afectan profundamente la salud y la calidad de vida de personas que ya son extremadamente vulnerables. Otro ejemplo es el de la comunidad indígena Tey Jusu, que en abril de 2015 recibió una lluvia de agrotóxicos vertidos por un avión sobre un monocultivo de maíz. La fumigación intoxicó a personas de la comunidad, dañando su salud. Lamentablemente, la ingestión directa de plaguicidas por miembros de comunidades que viven cerca de plantaciones de monocultivos es una realidad recurrente. Aún peor es que el gobierno actual autorizara 118 nuevos agroquímicos durante la pandemia, que se suman a los 474 aprobados en 2019 y a otros 32 lanzados en los primeros meses de 2020. Estos plaguicidas causan varias enfermedades, pero todavía no es posible determinar las consecuencias exactas en el organismo humano y mucho menos las de su interacción con otras sustancias tóxicas o con otras enfermedades como la COVID-19. Según un análisis del Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Amazonia Brasileña y del Instituto de Investigación Amazónica, la tasa de mortalidad por la pandemia entre los indígenas de la Amazonía legal es 150% superior a la media nacional. Por otra parte, la tasa de infección por COVID-19 entre esa población es un 84% más alta que el promedio en Brasil. Esto se debe a varios factores históricos como la falta de puestos de salud, la distancia de los hospitales, la ausencia de cualquier tipo de ayuda del gobierno federal, la invasión de tierras y la degradación ambiental. De hecho, una de las mayores amenazas para las comunidades indígenas de Brasil es la invasión de sus tierras por mineros ilegales, lo que provoca, entre otras violaciones de derechos humanos, la contaminación del agua por mercurio. El año pasado, un estudio de la Fundación Oswaldo Cruz determinó que el 56% de los indígenas Yanomami tenían concentraciones de mercurio superiores al límite establecido por la Organización Mundial de la Salud, lo que implica graves daños a la salud. En este sentido, el racismo ambiental es un término que expone una separación histórica entre los que cosechan los frutos del crecimiento económico y los que enferman y mueren debido a las consecuencias ambientales de ese mismo crecimiento económico. El conjunto de daños sistemáticos a la salud de estas comunidades vulnerables las hace especialmente susceptibles a los peores efectos de la COVID-19. Por tanto, al hablar de la pandemia y hacerle frente es esencial saber que no llega a todas las personas de la misma manera, que pone a las comunidades tradicionales en peligro de exterminio y que las cuestiones ambientales son una cuestión de salud pública. Para superar la crisis sanitaria global, necesitamos llevar el racismo al centro del debate.  

Leer más