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El racismo ambiental y los daños diferenciados de la pandemia
Por Tayná Lemos y Marcella Ribeiro En Brasil, pese a la letalidad de la COVID-19 —del 3,08% y con más de 124 mil muertes hasta el 3 de septiembre—, las grandes ciudades avanzan en sus planes de reapertura con Río de Janeiro llenando los bares y São Paulo, los restaurantes. La reapertura de bares y restaurantes durante el auge de la pandemia encuentra explicación en el hecho de que la pandemia afecta de forma diferente a personas de distintos niveles socioeconómicos y razas. Un estudio del Núcleo de Operaciones e Inteligencia en Salud (NOIS), iniciativa de la que participan varias universidades del país, dio cuenta que una persona de raza negra y sin escolaridad tiene cuatro veces más posibilidades de morir por el nuevo coronavirus en Brasil que una persona de raza blanca con enseñanza superior. Con base en información de casos hasta mayo, el estudio muestra además que la tasa de mortalidad entre la población de raza blanca es de alrededor del 38 %, mientras que, entre las personas de raza negra, es de casi el 55 %. “La tasa de mortalidad en Brasil es influenciada por las desigualdades en el acceso al tratamiento”, afirmó a la agencia EFE el coordinador del NOIS y uno de los autores del estudio, Silvio Hamacher. Dolorosamente, esta tendencia se repite en otros países como Estados Unidos y el Reino Unido. Ello resalta que uno de los factores detrás de la alta tasa de mortalidad de la COVID-19 es el racismo ambiental, fenómeno en el que las consecuencias negativas y no previstas de actividades económicas se distribuyen de manera desigual. Distribución desigual de daños El término racismo ambiental fue acuñado en Estados Unidos por el investigador Benjamin Chavis luego de observar que la contaminación química de las industrias era vertida sólo en los barrios negros. “El racismo ambiental es la discriminación racial en las políticas ambientales. Es la discriminación racial en la elección deliberada de las comunidades negras para depositar residuos tóxicos e instalar industrias contaminantes”, dijo Chavis. Si bien toda actividad genera algún impacto ambiental, los territorios elegidos para llevarlas a cabo son usualmente regiones ubicadas en las afueras de la ciudad, habitadas por comunidades tradicionales o periféricas. En Brasil, el racismo ambiental afecta tanto a comunidades urbanas periféricas como a comunidades rurales tradicionales. Y, al igual que en Estados Unidos, una de sus facetas es la contaminación desproporcionada que sufren esas minorías, en comparación con la clase media blanca. Se trata de la contaminación del aire y del agua con agentes tóxicos, metales pesados, pesticidas, químicos, plásticos, etc. En su informe de 2019, el entonces Relator Especial de la ONU sobre las consecuencias para los derechos humanos de la gestión ambientalmente racional y la eliminación de desechos y sustancias tóxicas, Baskut Tuncak, advirtió que existe una pandemia silenciosa de enfermedades e incapacidades resultantes de la acumulación de sustancias tóxicas en nuestros cuerpos. En 2020, después de su visita al país, dijo que existe una conexión entre la contaminación ambiental y la mortalidad del nuevo coronavirus, y que menos personas morirían en Brasil si hubiera políticas ambientales y de salud pública más estrictas. “Hay sinergias entre la exposición a la contaminación y la exposición a la COVID-19. Las sustancias tóxicas en el ambiente contribuyen a la elevada tasa de mortalidad en Brasil”, afirmó Tuncak. Las condiciones de salud subyacentes que agravan la pandemia no son “mala suerte”, sino en gran parte “los impactos de las sustancias tóxicas en el aire que respiramos, el agua que bebemos, los alimentos que comemos, los juguetes que damos a nuestros hijos y los lugares donde trabajamos”. Un aumento de la vulnerabilidad Así, Tuncak confirmó que las personas más vulnerables ante la pandemia son las poblaciones urbanas pobres y las comunidades tradicionales e indígenas porque también son las más afectadas por los problemas ambientales y de salud pública. Esto da lugar a la hipervulnerabilidad. Un ejemplo de esa situación es la de los 17 quilombos (asentamientos afrodescendientes) del municipio de Salvaterra, en el estado de Pará, donde viven alrededor de 7.000 personas. Hace 20 años, allí se instaló un vertedero abierto sin haber consultado con las familias. Niños, niñas, personas adultas y adultos mayores fueron obligados a convivir con la basura doméstica, residuos tóxicos y hospitalarios, entre otros desperdicios. Su vulnerabilidad aumentó con la pandemia. A pesar del tamaño del país, no existen vacíos territoriales en Brasil. Cuando se instala una industria, un vertedero, un monocultivo, una hidroeléctrica, una mina o una central nuclear, una comunidad históricamente olvidada se ve impactada. Los daños invisibles de la contaminación causada por esas actividades son difíciles de probar, pero afectan profundamente la salud y la calidad de vida de personas que ya son extremadamente vulnerables. Otro ejemplo es el de la comunidad indígena Tey Jusu, que en abril de 2015 recibió una lluvia de agrotóxicos vertidos por un avión sobre un monocultivo de maíz. La fumigación intoxicó a personas de la comunidad, dañando su salud. Lamentablemente, la ingestión directa de plaguicidas por miembros de comunidades que viven cerca de plantaciones de monocultivos es una realidad recurrente. Aún peor es que el gobierno actual autorizara 118 nuevos agroquímicos durante la pandemia, que se suman a los 474 aprobados en 2019 y a otros 32 lanzados en los primeros meses de 2020. Estos plaguicidas causan varias enfermedades, pero todavía no es posible determinar las consecuencias exactas en el organismo humano y mucho menos las de su interacción con otras sustancias tóxicas o con otras enfermedades como la COVID-19. Según un análisis del Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Amazonia Brasileña y del Instituto de Investigación Amazónica, la tasa de mortalidad por la pandemia entre los indígenas de la Amazonía legal es 150% superior a la media nacional. Por otra parte, la tasa de infección por COVID-19 entre esa población es un 84% más alta que el promedio en Brasil. Esto se debe a varios factores históricos como la falta de puestos de salud, la distancia de los hospitales, la ausencia de cualquier tipo de ayuda del gobierno federal, la invasión de tierras y la degradación ambiental. De hecho, una de las mayores amenazas para las comunidades indígenas de Brasil es la invasión de sus tierras por mineros ilegales, lo que provoca, entre otras violaciones de derechos humanos, la contaminación del agua por mercurio. El año pasado, un estudio de la Fundación Oswaldo Cruz determinó que el 56% de los indígenas Yanomami tenían concentraciones de mercurio superiores al límite establecido por la Organización Mundial de la Salud, lo que implica graves daños a la salud. En este sentido, el racismo ambiental es un término que expone una separación histórica entre los que cosechan los frutos del crecimiento económico y los que enferman y mueren debido a las consecuencias ambientales de ese mismo crecimiento económico. El conjunto de daños sistemáticos a la salud de estas comunidades vulnerables las hace especialmente susceptibles a los peores efectos de la COVID-19. Por tanto, al hablar de la pandemia y hacerle frente es esencial saber que no llega a todas las personas de la misma manera, que pone a las comunidades tradicionales en peligro de exterminio y que las cuestiones ambientales son una cuestión de salud pública. Para superar la crisis sanitaria global, necesitamos llevar el racismo al centro del debate.
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Hacia una producción limpia de alimentos, sin glifosato
Por Sofía García, pasante de AIDA, y Johans Isaza, expasante Las prácticas de alimentación sana y los cuestionamientos sobre la calidad de los alimentos que consumimos diariamente han cobrado relevancia en las últimas décadas. Actualmente, existen preocupaciones respecto de los procesos para la producción de alimentos, generalmente centralizados y a gran escala, y sus efectos en el deterioro ambiental y en la salud pública. En ese contexto, organizaciones ambientales, comunidades étnicas, el movimiento campesino, organismos internacionales y algunos gobiernos han evidenciado la necesidad de transitar hacia un modelo agroecológico. Ese cambio implica desarrollar prácticas agrícolas sostenibles para optimizar la producción de alimentos sin el uso de agrotóxicos, así como promover la justicia social y reconocer los saberes ancestrales y las prácticas tradicionales. El uso recurrente de glifosato, una práctica dañina En las últimas semanas, el debate en torno al glifosato, el agrotóxico más usado en el mundo, ha recobrado protagonismo en la opinión pública en países como México y Colombia. El glifosato es usado con mayor frecuencia e intensidad en el cultivo de alimentos genéticamente modificados debido a la resistencia de estos a la aplicación del herbicida. En México, aproximadamente el 45% de los sembradíos de soya, maíz, canola y algodón transgénicos concentran el uso de glifosato. El resto va a la siembra de caña de azúcar y a la silvicultura o fruticultura. En Colombia, el glifosato es usado mayoritariamente en plantaciones de algodón, maíz, arroz, tomate, caña de azúcar y palma, así como en la ganadería (en los potreros). Además, en ese país, el glifosato ha sido empleado dentro de la política de control antidrogas para erradicar cultivos de uso ilícito. Hasta 2013, menos del 5% del total de glifosato era destinado a ese fin. Al ser un herbicida no selectivo, este producto no sólo afecta al cultivo al cual va dirigido, sino que también tiende a impactar en el ecosistema al ser retenido por las capas más superficiales del suelo, desequilibrando los ecosistemas y dañando su salud, así como la de las plantas y animales que dependen de ellos. Además, el uso de glifosato puede afectar la biodiversidad de distintas maneras y tener efectos a corto y largo plazo, tanto directos como indirectos. Su empleo genera afectaciones en los acuíferos, lo que conlleva daños a organismos acuáticos. De igual forma, el glifosato puede generar afectaciones a la flora y fauna, llegando incluso a ser mortífero para algunas especies de anfibios. También puede generar malformaciones biológicas en animales como las ratas y reducir la absorción de nutrientes en las plantas, aumentando su propensión a enfermar o la proliferación de plagas. Finalmente, el uso de este agrotóxico afecta los procesos de polinización, actividad esencial para la vida en el planeta. Por otro lado, no podemos dejar de mencionar los graves daños sociales asociados al uso de glifosato, el cual no solo se filtra a cuerpos de agua, sino que también está presente en los alimentos que consumimos diariamente. Desde 2015, la Organización Mundial de la Salud clasificó al glifosato en el segundo nivel de peligrosidad de evaluación cancerígena (en una escala de cuatro niveles), es decir, que es un producto con alta posibilidad cancerígena. Asimismo, diversos estudios han demostrado que el glifosato puede irritar los ojos y la piel, dañar el sistema respiratorio a nivel pulmonar, generar mareos, disminuir la presión sanguínea y destruir glóbulos rojos. Por lo anterior, es posible afirmar que existe evidencia sobre cómo el glifosato genera graves daños a la salud humana. Los impactos negativos derivados del uso del glifosato pueden resultar a su vez en la violación de diversos derechos humanos. Entre ellos están el derecho al ambiente sano, al agua, a la salud, a la vida y a la integridad. Y su empleo en territorios indígenas o campesinos, puede vulnerar los derechos a la identidad cultural y al territorio. El tránsito a una agricultura sostenible Si bien existe evidencia sobre los impactos negativos al ambiente y a la salud por el uso de glifosato, la misma no es irrefutable. Ello quiere decir que no hay certeza científica sobre cómo sus efectos en el ambiente dañan la salud humana y el bienestar de los seres vivos. Tampoco hay certeza de que el herbicida sea inofensivo. Pese a ello, los impactos descritos son razones suficientes para aplicar el principio precautorio o de precaución. Según este, en casos de peligro de daño grave e irreversible y a falta de certeza científica, los Estados tienen la obligación de adoptar las medidas necesarias y eficaces para impedir la degradación del ambiente. En ese sentido, no existe justificación para que se postergue las medidas necesarias para mitigar el deterioro ambiental generado por el uso del glifosato, hasta que se demuestre con absoluta certeza científica que el glifosato no es nocivo. Las discusiones actuales en México y Colombia ponen de relieve la urgencia de promover una reflexión sobre las formas de producir alimentos para transitar paulatinamente hacia un modelo agroecológico. La aplicación de este paradigma busca el bienestar y el florecimiento de la vida desde un enfoque ecocéntrico que abandone el uso de agrotóxicos, como el glifosato, y que promueva la producción limpia de alimentos. Incorporando un enfoque multidisciplinario ligado al entorno natural y social, la agroecología se centra en una producción sostenible y en el reconocimiento de saberes ancestrales, considerados hoy como no convencionales. Para ello, es fundamental una regulación que proteja y asegure el retorno de semillas nativas, la eliminación paulatina de tecnologías agroindustriales y el regreso del uso de plaguicidas naturales, así como la creación e implementación de políticas públicas respetuosas del ambiente y de los y las campesinas. Esta transición debe tener una perspectiva intercultural, traducida en un diálogo de saberes entre campesinos, indígenas y científicos para buscar la sostenibilidad. Ello contribuiría a lograr una mejor coexistencia con las otras formas de vida y a garantizar un planeta sano para las generaciones presentes y futuras.
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La recuperación del lago Poopó, una deuda con la vida
Calixta Mamani recuerda con nostalgia las plantas de totora creciendo con tallos verdes y erguidos a orillas del lago Poopó, ubicado en el departamento de Oruro, en la árida meseta de los Andes centrales de Bolivia. La totora era el alimento de su ganado. “Todo se ha secado… Aquí ya no hay vida, la tierra ya no produce”. También vienen a su mente las aves —taracas o chhoqas (aves de color negro parecidas a los patos) y parihuanas (flamencos andinos)— y peces que abundaban en la zona. “Ahora ya no los ves… todo se nos ha terminado, nuestra cultura”. Las pérdidas descritas por Calixta representan más bien un grave despojo. A las comunidades indígenas y campesinas que viven en cercanías del lago Poopó se les ha privado no solo de su fuente de agua, sino también de su fuente de sustento, de su forma de vida y de su cultura. El Poopó, el segundo lago más grande de Bolivia, ha sido dañado por actividades mineras —que no han cesado durante la pandemia—, el desvío de ríos y la crisis climática al punto de poner en riesgo todos los sistemas de vida que dependen de él. Calixta es integrante de la Red Nacional de Mujeres en Defensa de la Madre Tierra (RENAMAT), una organización que defiende los derechos de las mujeres indígenas y campesinas frente a los impactos destructivos de las industrias extractivas en las regiones de Oruro, La Paz y Potosí. Al estar a cargo del pastoreo, de la preparación de alimentos y de otras tareas de cuidado del hogar Calixta y las otras mujeres de la zona conviven diariamente con el lago y sufren de forma diferenciada los efectos de su degradación. Es por la relación de respeto que tienen con la Madre Tierra y la Madre Agua que las comunidades asentadas en torno al lago Poopó están luchando por salvarlo. Décadas de contaminación Según un informe del Colectivo de Coordinación de Acciones Socio Ambientales (Colectivo CASA), las denuncias de contaminación del lago Poopó por actividades mineras locales datan de 1981, cuando investigadores revelaron que 120 minas de plomo, estaño y oro descargaban sus desechos directamente a sus aguas. La situación, que no ha parado con los años, ha provocado sedimentación. Ello quiere decir que cantidades considerables de cadmio, zinc, arsénico y plomo se han vuelto sedimentos en el lago. Ello hizo que sus aguas no sean aptas para el consumo humano ni el de animales y que tengan un uso limitado para el riego de cultivos. “…con el pasar del tiempo y con el avance de la minería, la explotación de minerales se ha intensificado. Poco a poco todo esto ha ido desapareciendo, se han cortado venas de agua y todo se ha quedado como se ve ahora, pareciera que todo está quemado”, cuenta Petrona Lima, del Ayllu San Agustín de Puñaca, municipio de Poopó, en un testimonio recogido por el Centro de Comunicación y Desarrollo Andino (CENDA). A fin de preservar su biodiversidad —que incluye aves endémicas, migratorias y la mayor cantidad de flamencos en el altiplano boliviano—, el lago Poopó, junto con el lago Uru Uru, fue declarado en 2002 Humedal de Importancia Internacional bajo la Convención Ramsar. Sin embargo, el ecosistema continúa en serio peligro. En diciembre de 2015, los niveles de agua del Poopó se redujeron a tal grado que el cuerpo de agua desapareció, hecho considerado como una de las mayores catástrofes ambientales de Bolivia. Aunque el lago logró aumentar su caudal en tiempo de lluvia, su situación aún es muy crítica en época seca. Crisis climática y desvío de ríos La degradación del lago es resultado también de la crisis climática global, que trae intensas sequías y un aumento en las temperaturas. Si la temperatura promedio global aumentó en 0,8°C debido al cambio climático, en el lago Poopó el incremento fue de 2,5 °C, según información publicada en 2015. Esto ha acelerado la evaporación de sus aguas. También está el desvío de los dos ríos que lo alimentan: el río Desaguadero y el río Mauri. El caudal del primero ha disminuido debido a operaciones mineras y agrícolas. Mientras que las aguas del segundo, ubicado en la frontera con Perú, han sido desviadas. De hecho, un riesgo reciente para la cuenca del lago Poopó es la implementación de la segunda fase del proyecto de construcción de un canal que desviaría más de 500 litros de agua por segundo del río Mauri para alimentar a la agroindustria en Tacna, Perú. La ejecución de la primera fase de ese proyecto fue una de las causas de la desaparición del lago en 2015. Defendiendo su fuente de vida De los lagos Poopó y Uru Uru no solo dependen comunidades indígenas (aymaras y quechuas) y campesinas, sino también los Uru Murato, una de las naciones originarias más antiguas de Bolivia. Solían vivir de la pesca, pero la contaminación del Poopó ha obligado a los Uru Murato a migrar para trabajar en las minas y salinas. Además de un grave daño ambiental, lo que pasa con este ecosistema es una seria vulneración del derecho al agua, a la salud, al territorio, a la alimentación y al trabajo de las personas afectadas. Por ello AIDA y organizaciones locales han unido esfuerzos para defender al lago Poopó, su biodiversidad y a las comunidades que dependen de él. En julio del año pasado, solicitaron a la Secretaría de la Convención Ramsar enviar una misión de expertos al país para evaluar la salud de los lagos Poopó y Uru Uru y hacer recomendaciones al gobierno para su recuperación. Y este mes pusieron en marcha la campaña #LagoPoopóEsVida para visibilizar la situación y llamar la atención de las autoridades y opinión pública a nivel nacional e internacional. Salvar este ecosistema es rescatar vidas y el referente cultural de un país.
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Uso desenfrenado de plástico desechable: Una nueva crisis global
La propagación masiva de la COVID-19 ha generado una crisis sanitaria con millones de personas enfermas y miles de muertes en todo el mundo. Debido a la naturaleza de la enfermedad y a la facilidad del contagio, se han implementado medidas de protección y bioseguridad que incluyen no solo el confinamiento y la sana distancia, sino también la desinfección constante de manos y superficies, y el uso de tapabocas, mascarillas, guantes, equipo médico de protección, botellas de desinfectante, bolsas, envases y otros objetos. Desafortunadamente, esos objetos son fabricados en su mayoría utilizando como insumo principal al plástico, especialmente el de un solo uso, lo que implica un aumento indiscriminado en el uso y desecho de ese material. Por ello, los procesos de gestión de los plásticos de un solo uso se han convertido en otro de los grandes retos frente a la crisis que está colapsando economías y sistemas de salud. Es evidente que la mayor preocupación a nivel mundial es vencer la pandemia, evitando más muertes y contagios. Pero también es inquietante el impacto adverso de la contingencia en los esfuerzos mundiales por reducir el plástico y con ello prevenir sus daños ambientales a corto y largo plazo. Antes de la pandemia, la contaminación por desechos plásticos ya era considerada una de las principales amenazas para el ambiente y la biodiversidad. Según un estudio reciente, únicamente el 9% del plástico producido mundialmente es reciclado. El resto queda como residuo acumulado que daña ecosistemas, principalmente los océanos, y a las especies que habitan en ellos. La polución por plástico afecta directamente a miles de especies que quedan atrapadas entre los escombros, como mamíferos marinos o aves. Otras especies confunden los desechos con alimento, como es el caso de peces y tortugas marinas. Pasos hacia atrás en la regulación del uso de plásticos En diciembre de 2018, el parlamento de la Unión Europea aprobó la prohibición de plásticos de un solo uso, normativa que debe entrar en vigor el próximo año. Pero debido a la pandemia, la industria de los transformadores de plástico ha solicitado ante la Comisión Europea retrasar al menos un año la aplicación de la norma. Pese a que este año muchos países se habían comprometido a reducir el uso de plásticos, la pandemia ha obligado a que algunos de ellos pospongan esos planes. El gobernador de California levantó temporalmente la prohibición de las bolsas de comestibles de un solo uso por el riesgo de que el virus sea transmitido por medio de las bolsas reutilizables. Por su parte, Tailandia, que había prohibido en enero las bolsas desechables, ahora prevé un incremento de hasta el 30% en su uso. Según el Instituto de Medio Ambiente de ese país, en Bangkok se consumió 62% más plástico en abril en comparación con 2019, siendo la mayor parte envases de alimentos que no se reciclan con facilidad. En América Latina, la situación es similar. En el estado mexicano de Jalisco, en enero de 2020 iba a comenzar una era libre de bolsas de plástico y popotes desechables (conocidos también como pitillos, sorbetes y bombillas, entre otros nombres) tras la entrada en vigor de una norma que prohíbe su uso. Sin embargo, la prohibición quedó atrás debido a la pandemia y el consumo de esos productos por parte de establecimientos y ciudadanos solamente se redujo en 10% con respecto al año pasado, según datos recientes. Greenpeace denunció que la industria del plástico en México busca revertir las prohibiciones locales bajo el argumento de que el plástico es el material ideal para evitar contagios de COVID-19. La organización ambiental advirtió que nada sustituye el lavado continuo de manos y la desinfección de superficies. Explicó que utilizar contenedores, utensilios y cubiertos desechables de plástico no garantiza higiene ni evita contagios porque el virus puede permanecer en esas superficies por períodos de entre dos y seis días. La importancia de retomar el debate y las alternativas Antes de la pandemia, existía una mayor conciencia social sobre la necesidad de reducir los plásticos, sobre todo aquellos de un solo uso. Sin embargo, la necesidad de contener la propagación del virus y las estrategias de la industria para capitalizar las preocupaciones sanitarias de la población han motivado el resurgimiento del plástico como material indispensable. Si bien es cierto que debemos cuidarnos unos a otros, eso también incluye la protección del mundo natural que nos sostiene. La pandemia ha sacado a relucir nuestras debilidades y una de ellas es la vulnerabilidad a la polución. Es posible que cuando las medidas de confinamiento se levanten o relajen veamos que nuestra dependencia del plástico aumentó significativamente y que nuestro planeta está en mayor peligro que antes. Es necesario retomar los debates sobre el plástico y trabajar en encontrar alternativas eficaces, teniendo siempre en cuenta la reactivación económica de los sectores más afectados por la crisis. Algunas acciones urgentes necesarias de corto y mediano plazo incluyen: Fomentar la conciencia ambiental y el consumo responsable, alentando entre quienes no trabajan en el sector de salud el uso de objetos de protección personal reutilizables y fabricados con materiales ambientalmente amigables Adoptar mejores prácticas de reciclaje y políticas contra la contaminación por plásticos de alcance nacional, las cuales hagan parte de un plan de acción mundial. Promover el desarrollo de la economía circular, cuyo objetivo sea eliminar los desechos mediante la continua reutilización de los recursos. Exigir a las empresas invertir más en sostenibilidad, asegurando el cumplimiento de sus políticas ambientales y de su responsabilidad social corporativa. Impulsar las inversiones en investigación y desarrollo de materiales alternativos a los plásticos, más biodegradables y reciclables, así como el avance en el diseño de nuevos aditivos químicos menos contaminantes. Cuando de plásticos se trata, no podemos controlarlo todo, pero estas acciones pueden ayudar a dar a la nueva normalidad una forma más sostenible.
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El fracking no es transición energética
La actual crisis sanitaria nos obliga a reflexionar sobre la necesidad cada vez más urgente de un cambio. Nos pone de frente a la fragilidad y a la inviabilidad del sistema energético basado en combustibles fósiles. Así lo evidencia el derrumbe histórico de los precios del petróleo asociado a la menor demanda de hidrocarburos a nivel internacional —debido a las medidas adoptadas ante la pandemia—, la sobreproducción y a la especulación en los contratos petroleros, entre otros factores. Se espera además que la demanda de gas caiga un 5% después de una década de crecimiento ininterrumpido. América Latina depende altamente de los combustibles fósiles, como bienes exportables y para el consumo interno. Y el 88% de la energía consumida en la región proviene de fuentes no renovables. Desde 2010, gobiernos y empresas han impulsado el uso del fracking o fracturamiento hidráulico de yacimientos no convencionales debido a la sobreexplotación de los hidrocarburos convencionales. Algunos países apuestan al fracking como “puente” para reducir su dependencia del carbón y el petróleo como fuentes de energía y con el argumento de ganar tiempo para desarrollar alternativas a los combustibles fósiles. Así, esta técnica es promovida como un paso hacia la transición energética. Sin embargo, ¿cómo puede llamarse “transición” a un proceso cuya inviabilidad económica, ambiental y social está demostrada? Las razones para decirle “no” al fracking Recurrir al fracking es seguir promoviendo un sistema energético caracterizado por su alta concentración y apropiación privada, por el uso de fuentes no renovables de energía y por sus impactos negativos sobre poblaciones y territorios afectados por actividades de exploración, extracción, transformación y uso de energía. Además, este sistema está definido por una gran inequidad en cuanto al acceso y uso de la energía. La fracturación hidráulica implica la inyección de sustancias tóxicas en el subsuelo, lo cual puede generar contaminación de acuíferos y del aire por la volatilidad de algunos compuestos. De hecho, las fugas de metano, que ocurren principalmente en la producción y transporte de gas y petróleo extraídos vía fracking, han sido relacionadas con el aumento de las emisiones mundiales de ese contaminante, responsables de alrededor de 25% del calentamiento del planeta. Además, el fracking requiere grandes cantidades de agua, algo que es especialmente relevante en una región que todavía enfrenta problemas graves de acceso a ese recurso básico. El uso de la técnica afecta los medios de vida de las comunidades, tanto en términos de salud por sustancias tóxicas en el agua, el aire y el suelo como en términos de vulneración de derechos humanos y de la democracia. Muchas comunidades, sobre todo indígenas, no tienen acceso a información ni son debidamente consultadas para obtener su consentimiento previo, libre e informado sobre proyectos de fracking en sus territorios. Los daños pueden ser más graves para las mujeres, agravando inequidades estructurales ya presentes. Y en el ámbito económico, la fracturación hidráulica requiere grandes inversiones y, para ser viable, necesita un mercado con precios altos. En ese sentido, la imprevisibilidad de los precios del petróleo hace imposible cualquier política soberana basada en hidrocarburos y es inviable que los países de la región apoyen su matriz energética y sus ingresos en una base tan endeble. Asimismo, en la fracturación hidráulica, la tasa de retorno energético es menor. Esto quiere decir que la extracción demanda mucha mayor energía en comparación con la que se captura. Todo ello resulta en un beneficio energético a veces inexistente y en que las ganancias provengan de la especulación financiera. Promover el fracking hoy es dar un paso atrás porque no entra en la definición de lo que requiere una transición energética justa, que nos invita a un cambio más profundo. La lógica del fracking tiene poco que ver con un desarrollo que contemple la satisfacción de las necesidades sociales y económicas de la población, entre ellas la sostenibilidad ambiental de los territorios. Un movimiento por el cambio Un número creciente de organizaciones, instituciones, comunidades e individuos se están organizando en el continente para evitar el avance del fracking. Estos esfuerzos conjuntos, como los de la Alianza Latinoamericana Frente al Fracking (ALFF), promueven información adecuada y desmontan el discurso de empresarios y gobiernos que buscan situar al fracking y otras actividades extractivas como la única salida. Han surgido iniciativas que buscan alternativas energéticas a través de mesas de diálogo y de transición. Están por ejemplo la Mesa de Transición Productiva y Energética de Río Negro en Argentina, la experiencia de autonomía energética mediante pequeñas hidroeléctricas comunitarias en Guatemala, o las diversas experiencias de Censat Agua Viva en Colombia, entre ellas una Mesa Social para un Nuevo Modelo Minero Energético y Ambiental. De otro lado y recurriendo a mecanismos legales y administrativos, varios municipios y comunidades de Argentina, México, Brasil y Uruguay han prohibido o declarado la moratoria del fracking en sus territorios. Pensar en otra sociedad requiere pensar en otro sistema energético, justo y democrático. Estos espacios de resistencia y alternativas nos dan una hoja de ruta para impulsar cambios estructurales y enfrentar las crisis sanitaria, económica, climática y la de civilización, donde lo considerado “normal” ya era disfuncional.
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Desafíos y condiciones para avanzar hacia la justicia energética en México
Esta entrada de blog acompaña el lanzamiento del Índice de Energía Renovable y Derechos Humanos y es parte de una serie artículos de opinión sobre una transición energética justa en América Latina. Fue publicada originalmente por el Centro de Información sobre Empresas & Derechos Humanos. Por Rosa Peña Lizarazo y Astrid Puentes Riaño La crisis climática, en palabras de Michelle Bachelet, Alta Comisionada por los Derechos Humanos de la ONU, es la mayor amenaza actual para los derechos humanos, una que requiere decisiones políticas y acciones colectivas urgentes. Una de esas decisiones se refiere al avance en la transición energética, es decir, en el tránsito del uso de energías derivadas de combustibles fósiles al uso de energías renovables y menos intensivas en emisiones. Ello —al reducir emisiones de gases de efecto invernadero (GEI)— contribuiría a enfrentar la crisis climática y a mejorar la calidad del aire. Este tránsito necesario para México ha motivado debates multisectoriales y requiere un diálogo participativo, inclusivo, transparente y con enfoque de derechos humanos y perspectiva territorial. Principales desafíos 1. Comprender el contexto socioeconómico México es uno de los países más desiguales del planeta, donde las 10 personas más ricas acumulan la misma riqueza que el 50% más pobre del país. Comprender este contexto es clave para adaptar las políticas de transición energética al cumplimiento de las obligaciones internacionales en materia climática, sin generar mayor inequidad. También es indispensable aprender del pasado. La reforma energética de 2013 puso en marcha un modelo de implementación masiva de proyectos de energía renovable, a gran escala y privados. En la actualidad según la Asociación Mexicana de Energía Eólica, hay 54 parques eólicos en operación en México, los cuales producen 4.935 Mega Watts. Además, Según la Asociación Mexicana de Energía Solar en México hay 43 centrales fotovoltaicas. La implementación masiva de estos proyectosimpidió superar las amplias brechas de exclusión por razones socioeconómicas y territoriales. Superar esas brechas es uno de los principales desafíos. 2. Definir qué tipo de energía se incluirá y bajo qué criterios Otro desafío es lograr un consenso social y regulatorio sobre cuáles son las energías limpias y renovables, y cuál debe ser la meta en su implementación. Pese a los planteamientos de algunas organizaciones ambientales, el gobierno mexicano acogió definiciones vagas y más convenientes para cumplir con sus compromisos climáticos. Definió a las energías limpias como aquellas que no generan emisiones contaminantes durante su producción, ignorando si pueden generar otros impactos negativos en el ambiente. 3. Respetar, garantizar y proteger los derechos humanos La generación energética derivada de combustibles fósiles ha violado derechos humanos, provocando escenarios de exclusión y afectando de manera especialmente grave a comunidades indígenas y rurales. Igualmente,muchos proyectos de energías renovables no convencionales, como aquellos desarrollados en el Itsmo de Tehuantepec o en la península de Yucatán, han generado nuevos conflictos socioambientales relacionados con falta de transparencia y participación, violación de derechos de pueblos originarios, desconocimiento de la titularidad y el uso tradicional de la tierra, obstáculos al acceso a recursos naturales y degradación ambiental. Por tanto, es un desafío emprender una transición que contemple y prevenga estos daños desde una perspectiva de derechos humanos. 4. Promover la diversificación de la matriz energética y la confiabilidad del sistema Dada la dependencia actual de combustibles fósiles en la matriz energética, que para el año 2018 generaban el 75.88% de la energía en el país, avanzar hacia la mitigación y adaptación al cambio climático requiere un proceso de diversificación de las fuentes de energía que aproveche el potencial de México para desarrollar energías renovables. Según expertos de la UNAM, México cuenta con un factor de planta para la energía eólica que fluctúa entre 20% y 50%; además, es reconocido a nivel mundial como uno de los países con mayor potencial geotérmico. Algunos estados de la República tienen mayor radiación solar diaria promedio que algunas ciudades europeas pioneras de esta tecnología. Otro desafío asociado a la diversificación es garantizar la confiabilidad del sistema para atender de manera continua la demanda energética del país. ¿Cómo llevar a cabo una transición energética justa? Darle sentido al concepto en construcción de justicia energética en México implica tener en cuenta lo siguiente: Respecto a la integración del contexto socioeconómico: Apostar por una transición que se convierta en motor de desarrollo local, mediante —por ejemplo—la generación de empleos y la democratización de la energía y de la generación energética en la escala necesaria para el autoabastecimiento. Ello requiere superar las barreras de exclusión existentes con la implementación, por ejemplo, de proyectos de energía comunitaria. Respecto al diseño de la política energética: Proponer escenarios de participación efectiva e inclusiva para consensuar los aspectos mínimos de las metas de la política energética en el país, en atención a la crisis climática. Respecto al cumplimiento de los estándares ambientales y de derechos humanos: La Opinión Consultiva OC-23 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos destaca que cualquier política o proyecto debe garantizar los derechos de acceso en materia ambiental y los derechos laborales, cumplir con los principios de prevención y precaución, respetar los derechos de los pueblos indígenas y afromexicanos, y tener una perspectiva de género. Respecto a la diversificación de la matriz energética: Promover mecanismos de financiamiento que incentiven la innovación tecnológica limpia y la inversión en energías renovables descentralizadas y con mejores estrategias de almacenamiento. Sin duda, la transición energética justa es necesaria y urgente en México. El país tiene hoy la oportunidad de emprender un tránsito progresivo y oportuno que permita mejores escenarios de justicia social, ambiental y climática, y que responda a las reivindicaciones sociales actuales.
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Contaminación atmosférica y COVID-19: ¿Por qué la calidad del aire no mejoró en el Valle de México?
Las medidas adoptadas a nivel mundial para enfrentar la emergencia sanitaria ocasionada por la pandemia COVID-19 lograron la disminución de algunos contaminantes atmosféricos, lo que mejoró considerablemente la calidad del aire en diversas ciudades del planeta. Sin embargo, en la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM) —área conformada por la Ciudad de México y municipios conurbados de otros estados del centro del país—, la calidad del aire no mejoró pese a la suspensión de actividades asociadas a fuentes de contaminación como la circulación de vehículos y la operación de varias industrias. Meses antes de que se decretara la emergencia sanitaria a finales de marzo de 2020, la calidad del aire reportada por el Sistema de Monitoreo Atmosférico de la ZMVM estaba en el rango de “regular” a “mala” debido principalmente a la congestión vehicular. Con las restricciones a la movilidad establecidas ante la pandemia, la circulación de vehículos disminuyó hasta en 70% y con ello parte de la contaminación atmosférica. Según información oficial, hubo una reducción de monóxido de carbono y de óxidos de nitrógeno —de 58 y 32%, respectivamente— debido a las medidas de distanciamiento. Sin embargo, de acuerdo con los datos oficiales, el ozono troposférico (O3), uno de los contaminantes que más daña el aire y la salud humana, no disminuyó significativamente (solo de 3 a 4%). Por ello en mayo, dos meses después de adoptadas las medidas para afrontar la crisis sanitaria, la calidad del aire en el Valle de México se mantuvo en los mismos parámetros que a comienzos de año, es decir de “regular” a “mala”, según el Sistema de Monitoreo Atmosférico. La pregunta que surge entonces es ¿a qué se debe esto? ¿Cómo ocurre la contaminación del aire? Diversos gases y compuestos contaminan el aire. Están los contaminantes primarios —como el dióxido de azufre, los óxidos de nitrógeno y los compuestos orgánicos volátiles— que se descargan directamente en la atmósfera. Y están los contaminantes secundarios, como el ozono troposférico, que se forman en la atmósfera como resultado de la transformación química de los contaminantes primarios. El ozono troposférico se forma por la interacción de la luz solar con “gases precursores”, entre ellos los compuestos orgánicos volátiles y los óxidos de nitrógeno. Ahora bien, son tres los factores que afectan la calidad del aire: las condiciones meteorológicas, la topografía y las concentraciones de uno o más contaminantes en niveles que puedan dañar el ambiente y la salud humana. Esas concentraciones son medidas por sistemas de monitoreo oficiales como el Sistema de Monitoreo Atmosférico de la ZMVM. La Organización Mundial de la Salud (OMS) establece niveles de concentración de los contaminantes que no deben ser rebasados en un periodo específico. Para el ozono troposférico, el valor recomendado es de 50 partes por billón (ppb) en un promedio de ocho horas. Pero la normativa mexicana es más laxa y establece un límite menor a este compuesto: una concentración menor o igual a 95 ppb en un promedio horario, es decir, en el intervalo de tiempo de 60 minutos. Además, para activar una contingencia ambiental por ozono las concentraciones deben ser mayores a 154 ppb (promedio horario). Este estándar implica una menor protección para la salud de la población. A inicios de este año, en la ZMVM registraba que la concentración horaria de ozono era en promedio de solo 23 ppb, pero subieron desde entonces. A pesar de las restricciones derivadas de la crisis sanitaria, el promedio de la concentración horaria de ozono fue de 41 ppb en abril y de 45 ppb en mayo. Asimismo, del periodo de enero a mayo, se registró 99 días en los que las concentraciones de ozono superaron el límite de 95 ppb. ¿Por qué las concentraciones del ozono subieron? La restricción de la movilidad durante la contingencia sanitaria no fue suficiente para disminuir las concentraciones de ozono en la atmósfera debido principalmente a dos razones: la primera es que las fuentes de ese compuesto no se limitan al uso de vehículos; y la segunda es que el periodo de aislamiento social coincidió con la llamada temporada de ozono, época del año en la que se incrementan las concentraciones de este contaminante por el aumento de radiación solar y la disminución de lluvias y viento. Como dijimos, el ozono troposférico es formado por la interacción de la luz solar con gases precursores. Entre esos gases están los óxidos de nitrógeno —generados principalmente por los procesos de combustión de automóviles, especialmente de motores a diésel— y los compuestos orgánicos volátiles, que surgen de fuentes más diversas: el uso de solventes, fugas de gas licuado de petróleo en calentadores y estufas, productos cosméticos y de limpieza, y combustible evaporizado en estaciones de servicio y en automóviles sin control de emisiones evaporativas. Según datos oficiales, durante el aislamiento social, los compuestos orgánicos volátiles solo se redujeron un 15%, lo cual incluye a todas sus fuentes de emisión. De otro lado están los incendios forestales, que son una fuente importante de los gases precursores de ozono. Del 1 de enero a 3 de mayo de este año, tan solo en la Ciudad de México se registraron 644 incendios forestales, que en comparación con el mismo periodo de 2019 fueron menores en número, pero igual de intensos. En cuanto a la temporada de ozono, que inicia en la última semana de febrero y concluye en junio con las primeras lluvias, la temperatura promedio en el Valle de México fue mayor este año. En abril fue de 2°C mayor que el promedio registrado el mismo mes entre 1981 y 2010, partiendo de una tendencia global según la cual abril de 2020 terminó siendo el más caliente que cualquier otro abril en la historia. Debido a que la temperatura está directamente relacionada con la radiación solar y la falta de viento, su aumento permite explicar las mayores concentraciones de ozono. La suma de estos factores contribuyó a que las concentraciones de ozono no solo no se redujeran pese a las restricciones establecidas por la pandemia, sino que aumentaran. Ello incidió a su vez en que los habitantes del Valle de México continuaran viviendo una mala calidad del aire y sufriendo sus impactos negativos en la salud. La importancia de reducir el ozono para la salud pública y el clima El ozono troposférico no solo afecta la calidad del aire y con ello la salud de las personas, sino que tiene la capacidad de absorber luz solar y calentar la atmósfera, por lo que también es un Contaminante Climático de Vida Corta (CCVC). Debido a que sus emisiones agravan la crisis climática, mas de 11 mil científicos del mundo han resaltado la necesidad urgente de reducir los CCVC para combatir rápidamente el calentamiento global. Precisamente la intensidad de los incendios forestales y las temperaturas particularmente elevadas de la “temporada de ozono” de este año son una muestra de los efectos de la crisis climática que no estamos combatiendo adecuadamente. Por ello es imperativo implementar acciones gubernamentales para disminuir las emisiones de los gases precursores del ozono troposférico, no solo durante la emergencia sanitaria, sino también cuando salgamos de ella, cuando se reactive el transporte motorizado, fuente de óxidos de nitrógeno, uno de los precursores del ozono. Un mejor control del tipo de automóviles que circulan con base en su potencial contaminante y acciones tan simples como el uso de la bicicleta, recomendado para reducir los riesgos de contagio, ayudarían a ese objetivo, así como a reducir el calentamiento global y a mejorar la salud de las personas que viven en la ZMVM. Además, debemos apostar por medidas de regulación, comunicación, educación y otras que frenen los hábitos de consumo y los procesos de producción y distribución de bienes y servicios que siguen emitiendo diariamente compuestos orgánicos volátiles, otro precursor del ozono. Restringir la producción y uso de productos en aerosol, así como reparar y evitar fugas de gas licuado de petróleo, ayudarían a reducir estas emisiones. Finalmente, es necesario fortalecer la endeble política ambiental del país y combatir el incumplimiento de las normas de salud ambiental, el cual ha resultado en una reducción insuficiente de la contaminación atmosférica. Urge actualizar las normas mexicanas de calidad del aire para fijar límites más estrictos y compatibles con estándares internacionales y con la protección del derecho humano a la salud. Los anteriores son solo algunos ejemplos de acciones que autoridades y sociedad podemos realizar para mostrar que aprendimos la lección y que haremos lo necesario para mejorar la calidad del aire y para afrontar posibles nuevas crisis sanitarias, así como la crisis climática que amenaza con acabar con el mundo como hoy lo conocemos.
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Proteger a las y los defensores ambientales, deber impostergable del Estado
Diariamente, hombres y mujeres alrededor del mundo dedican sus vidas a proteger ecosistemas de los que dependen comunidades enteras y otros seres vivos. Esta labor —indispensable para el cuidado del planeta— se desarrolla en ámbitos legales, sociales y políticos. Tristemente, las personas defensoras del ambiente son víctimas de amenazas y asesinatos. Desde hace muchos años, América Latina es la región más peligrosa del mundo para ser defensor o defensora ambiental, concentrando al menos el 60% de los crímenes. Ello ocurre pese a que el derecho a la libertad de expresión, al ambiente sano y los derechos de la naturaleza están reconocidos en legislaciones nacionales y regionales. El informe presentado por Global Witness en 2019 da cuenta del asesinato de 164 personas defensoras de la tierra y el ambiente, la mayoría en la región: Colombia (24); Brasil (20), Guatemala (16) y México (14). Evidencia además que “el peor sector fue el de la minería, que causó 43 muertes, aunque también aumentaron las muertes relacionadas con conflictos por fuentes de agua. Continuaron los ataques motivados por la agroindustria, la industria maderera y los proyectos hidroeléctricos”. Actualmente y en el contexto de la pandemia COVID-19, la situación de riesgo grave para defensores y defensoras ambientales. Pese al aislamiento social y otras medidas adoptadas ante la crisis sanitaria, la violencia en su contra persiste. Es importante considerar que la pandemia debilita las redes de protección de las y los defensores en situación de riesgo para responder a emergencias, poniéndoles en una situación de mayor vulnerabilidad. Eso, sumado a la falta de voluntad y capacidad institucional para atender problemáticas diferentes a la sanitaria, configura un escenario muy complejo para su seguridad. En efecto, los Estados deben respetar y garantizar los derechos humanos en todo momento. Son obligaciones impostergables —aún en situaciones de emergencia— y su cumplimento debe robustecerse para personas en riesgo como las que defienden el ambiente. El rol protector de los Estados El trabajo que hacen las personas defensoras ambientales ha sido reconocido dentro del sistema internacional de los derechos humanos, donde se ha destacado su rol esencial en una sociedad democrática para el fortalecimiento del respeto y goce de los demás derechos. La realidad de peligro en la que viven las y los defensores ha sido acompañada por una evolución jurídica que se evidencia en instrumentos legales internacionales como el Acuerdo Regional de Escazú, que por primera vez contempla a las personas defensoras como sujetos de protección especial. Ese tipo de protección es particularmente necesaria debido a las amenazas e intimidaciones en su contra, señaló la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Los Estados tienen la obligación de: Evitar vulnerar derechos humanos y prevenir a su vez que terceros lo hagan, algo que aplica a todas las personas. Garantizar un ambiente seguro y propicio para que las y los defensores ambientales puedan desarrollar libremente su labor, por lo que deben adoptar acciones especiales para protegerlos cuando son objeto de amenazas; abstenerse de imponer obstáculos que dificulten la realización de su labor; e investigar seria y eficazmente las violaciones cometidas en su contra. Garantizar el cumplimiento de los derechos procedimentales en materia ambiental, es decir el derecho a la información, a la participación pública y al acceso a la justicia. Abstenerse de actuar de manera tal que propicien, estimulen, favorezcan o profundicen la vulnerabilidad de estas personas; y adoptar medidas necesarias y razonables para prevenir o proteger los derechos de quienes se encuentren en tal situación. Esto es relevante frente al incremento de la criminalización de personas defensoras por parte de gobiernos, quienes las acusan de “ir contra el desarrollo” en un discurso que tiene gran alcance. Llevar a cabo una investigación de oficio, sin dilación, seria, imparcial y efectiva en casos de muerte violenta. Considerar en todo momento un enfoque diferencial y con perspectiva de género, toda vez que las mujeres defensoras están expuestas a mayores niveles de violencia debido al contexto de desigualdad preexistente. Por último, es necesario resaltar la importancia y necesidad de que todas las medidas de los Estados respeten plenamente los derechos humanos y, del mismo modo, aseguren en todo momento la vida e integridad de las y los defensores ambientales como elemento indispensable para la justicia climática y la democracia ambiental.
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Continuidad de actividades extractivas pone en mayor riesgo a pueblos indígenas y campesinos ante la pandemia
En casi todos los países de América Latina, los gobiernos han implementado medidas sanitarias y de aislamiento social para contener la propagación de la pandemia COVID-19. En el marco de esas restricciones, han establecido excepciones para actividades consideradas esenciales, entre ellas la atención de emergencias, la prestación de servicios de salud o la comercialización y abastecimiento de bienes de primera necesidad. No obstante, los gobiernos de Bolivia, Ecuador y Perú también han eximido de las restricciones a las actividades mineras y petroleras por considerarlas de interés nacional. El trato excepcional otorgado a las actividades extractivas en algunos países de la región ha incrementado significativamente la vulnerabilidad de los pueblos indígenas, así como los riesgos y amenazas que enfrentan debido a que estas operaciones se realizan en sus territorios. Además, la entrada y salida de trabajadores sin cumplir con las debidas medidas sanitarias, disminuye la efectividad de las acciones de protección adoptadas por estos pueblos, como los cercos epidemiológicos o el aislamiento social. De ese modo, se genera un aumento en la propagación del virus y en el número de personas contagiadas. A ello se suma que, en la práctica, estas poblaciones rurales cuentan con poco o nulo acceso a los servicios de salud y sanitaros necesarios para atender una crisis sanitaria como la generada por la COVID-19. A nivel regional, la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA) ha demandado a los Estados garantizar el acceso a la salud y alimentación de los pueblos y nacionalidades indígenas de la Panamazonía, así como intensificar la vigilancia y protección de los territorios “invadidos por petroleros, mineros, madereros y personas ajenas”. La situación particular de cada país es la siguiente: BOLIVIA A fines de marzo, el gobierno emitió un Decreto Supremo estableciendo que las empresas que “prestan servicios de abastecimiento de gasolina, gas, diésel y otros carburantes” tienen autorización para continuar sus operaciones de “forma ininterrumpida”. La decisión ha generado preocupación en organizaciones indígenas. “En Tarija y parte de Santa Cruz, así como en El Chaco siguen trabajando las empresas petroleras con total normalidad. Hay cambio de personal que llega en vehículos continuamente. Nuestro temor es que lleven el virus para las comunidades indígenas”, dijo a Mongabay el líder indígena Alex Villca, miembro de la Coordinadora de Defensa de Territorios Indígena, Originario, Campesino y Áreas Protegidas (Contiocap). ECUADOR La organización de la Nacionalidad Waorani del Ecuador (NAWE) alertó al gobierno nacional de la detección de dos casos positivos de coronavirus (COVID 19) entre los trabajadores del Bloque 16, que estaría operado por la empresa Repsol YPF. La organización pidió al gobierno adoptar protocolos especiales para “la protección de territorios y poblaciones indígenas”, adoptando medidas de control y restricción para las actividades del personal de las empresas petroleras que se “encuentren operando de manera legal en territorios indígenas y evitar la propagación de la pandemia”. Repsol Ecuador S.A informó en un comunicado que los dos casos positivos corresponden a trabajadores de una empresa contratista que, tras someterse previamente a pruebas, no ingresaron a las operaciones de la empresa. PERÚ El de marzo, el gobierno emitió un Decreto Supremo para combatir crisis sanitaria derivada de la pandemia en el territorio nacional. La norma dispone restricciones al derecho de libertad de tránsito, eximiendo de esa medida a determinadas actividades asistenciales y económicas consideradas esenciales. La minería no era una de ellas. Sin embargo, mediante un Oficio, el Ministerio de Energía y Minas incluyó a la minería dentro de las actividades esenciales que deben ser ejercidas aún en cuarentena para asegurar mínimas operaciones, pero sin afectar la integridad de los trabajadores y las comunidades. Lo hizo luego de que la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía y la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas señalaran por separado que la industria minera no puede detenerse. La Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú criticó esa determinación. La presencia de operaciones mineras y petroleras en territorios indígenas “pone en riesgo la vida y la salud” de esos pueblos, expresó. El marco de la pandemia, los Estados deben implementar estrategias sanitarias integrales y concertadas para respetar, garantizar y proteger los derechos de las comunidades indígenas y campesinas cercanas a proyectos de explotación minera o petrolera y a otras actividades que las pongan en riesgo.
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Ciclo de conversatorios sobre Derecho Ambiental en América Latina "Litigio ambiental estratégico"
Actualmente, en Bolivia se han incrementado los conflictos socioambientales en torno al acceso y control de los bienes naturales de los cuales dependen los medios de vida de poblaciones vulnerables. De igual forma, la degradación ambiental, el cambio climático y las actividades extractivas vulneran los derechos ambientales de la población y los derechos de la Madre Tierra. En ese contexto, la jurisdicción agroambiental busca promover la conciencia ambiental en espacios académicos para aportar con estrategias de resolución y tratamiento de los conflictos ambientales en el país. Las experiencias en la administración de justicia ambiental de destacados juristas e ingenieros especialistas ambientales de América Latina, y la interacción entre servidores de la jurisdicción agroambiental y abogados de la materia, permitieron reflexionar y proponer la adopción de procedimientos adecuados a la realidad nacional con un compromiso de conciencia ambiental como derecho colectivo de los pueblos de Bolivia. Panelistas Juan Sebastián Lloret, Secretario Letrado de la Procuración General del Ministerio Público de Salta, Argentina: Derechos Humanos Ambientales: Elementos y casos. Andrés Ángel, geólogo colombiano y asesor científico de AIDA: Aspectos Generales de la Evidencia Técnica. Luciano Merini, investigador del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria en Anguil, Argentina: Ciencia y Prueba Judicial. Carlos Lozano Acosta, jurista colombiano y Abogado Sénior del Programa de Agua Dulce de AIDA: La Prueba en el Proceso Ambiental. Marcelo Hernández, ingeniero forestal y Ministro Técnico del Primer Tribunal Ambiental de Antofagasta, Chile: Admisibilidad y Valoración de la Prueba ambiental: Experiencias de un Ministro en Ciencias. Marcella Ribeiro, abogada brasileña del Programa de Derechos Humanos y Ambiente de AIDA: El derecho humano al ambiente sano: una perspectiva latinoamericana. Elva Terceros Cuéllar, Magistrada del Tribunal Agroambiental de Bolivia: El Derecho Ambiental desde una Visión de Derechos Humanos. El caso boliviano. Enrique Ulate Chacón, Presidente del Tribunal Agrario de Costa Rica: Competencia y Acciones Agroambientales: La experiencia Costarricense del Tribunal Agrario. Maribel Ruiz Molina, Jueza Agroambiental de Uncía (Potosí, Bolivia): Acción Ambiental en Bolivia. GRABACIONES 1. Inauguración y Conferencia 1 (25 de mayo): 2. Conferencias 2 y 3 (26 de mayo): 3. Conferencias 4 y 5 (27 de mayo): 4. Conferencias 6 y 7 (28 de mayo): 5. Conferencias 8 y 9, y Cierre: Presentaciones 1. Presentación introductoria: 2. Presentación de Andrés Ángel, asesor científico de AIDA: 3. Presentación de Luciano Merini, investigador del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria en Anguil, Argentina: 4. Presentación de Carlos Lozano, Abogado Sénior del Programa de Agua Dulce de AIDA: 5. Presentación de Marcelo Hernández, ingeniero forestal y Ministro Técnico del Primer Tribunal Ambiental de Antofagasta, Chile: 6. Presentación de Marcella Ribeiro, abogada del Programa de Derechos Humanos y Ambiente de AIDA: 7. Presentación de Elva Terceros Cuéllar, Magistrada del Tribunal Agroambiental de Bolivia: 8. Presentación de Enrique Ulate Chacón, Presidente del Tribunal Agrario de Costa Rica: 9. Presentación de Maribel Ruiz Molina, Jueza Agroambiental de Uncía (Potosí, Bolivia):
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